Jesús Cacho-Vozpópuli
- La ruptura es irreparable, la legislatura está muerta
Un trabajo duro y físicamente exigente. Tal es la esencia de un oficio, el de costalero, consistente en cargar pesados pasos procesionales durante la Semana Santa junto a decenas de hombres que, al margen de sus ocupaciones habituales, encuentran tiempo para entrenar desde semanas antes de los desfiles. Y hay voluntad para acompasar el esfuerzo de cada uno con el del resto de compañeros, disciplina para seguir las indicaciones del capataz y humildad para aceptar que el tuyo será un sudor anónimo porque el costalero vive y trabaja en la oscuridad del paso. Y hay fe, sobre todo fe, porque no de otra forma se puede entender la entrega de unos hombres dispuestos a soportar el sacrificio que exige mover esas moles durante horas, arrostrando a veces el riesgo de lesiones serias en espalda y columna. Son los costaleros de la Semana Santa. Los costaleros del sanchismo son otra cosa. Aquí no hay empeño, ni brío, ni disciplina, ni humildad, y mucho menos una fe compartida en un proyecto de convivencia y de progreso. No hay ánimo de llevar adelante una empresa conjunta, sino voluntad de arruinar un presente por intereses bastardos centrados en la exigencia de reclamaciones, la mayoría materiales, sin cuento. Hay empeño en destruir una historia compartida. Se apoya a Sánchez sin nada que compartir con Sánchez y a cambio de sacar a Sánchez hasta el último aliento. No lo paga Sánchez, claro está, sino los españoles.
Junts y PNV han sido y siguen siendo los costaleros de Pedro Sánchez, los arbotantes que, desde la derecha nacionalista, vienen desde 2018 soportando el peso de un sistema podrido, un régimen personal ilegítimo que cada día se parece más a una dictadura que a cualquier democracia catalogable como tal. La encuesta de Hamalgama que hoy publica este diario parece indicar que los nacionalistas de derechas vascos y catalanes empiezan a pagar el precio de haber apoyado a un psicópata de libro sin ideología conocida, cuyo único interés, desde posiciones coyunturales de izquierda radical, reside en detentar el poder a cualquier precio con el objetivo último de enriquecerse. La encuesta de marras indica que tanto unos como otros perderían un diputado (Junts pasaría de 7 a 6 y PNV de 5 a 4) en caso de celebrarse ahora elecciones generales respecto a los obtenidos el 23 de julio de 2023. En número de votos, el partido de Puigdemont se dejaría en la gatera 30.092 sufragios, mientras que el de Aitor Esteban perdería nada menos que 58.087, una cifra muy importante, un auténtico castigo.
Vientos de fronda recorren desde hace tiempo la arquitectura de Junts, un partido sometido a la peripecia personal de su líder, un huido de la justicia española que sueña con volver a casa, cada día más empeñado en resolver su situación personal y la de su familia que la del grupo político, y un grupo profundamente dividido en dos bloques: el llamado “octubrista”, todavía anclado, cada día menos, en las reclamaciones de aquel dramático 1 de octubre de 2017 y su grotesca independencia de 8 segundos, bloque que no se atreve a “matar al padre”, que le fuerza incluso a resistir y arrastrarse y deambular por el exilio porque los Nogueras, Turull, Rius, Batet, Boye y compañía necesitan que el jefe aguante para que ellos no caigan, porque sin Carles ellos dejarían de ser lo que son, perderían incluso su estipendio, para pasar a ser nada. El drama de los “octubristas” es que nadie en Cataluña cree ya las historias que alimentaron el calentón separatista de hace 8 años, todo el mundo se ríe de ese “mandato del 1 de octubre” (sic) que la guardia de corps de Puigdemont sigue esgrimiendo como banderín de enganche, porque la gente está harta de demagogia, harta de los abusos, la ineficacia, el despilfarro, el deterioro de los servicios públicos, la corrupción galopante de los vividores de la independencia. La gente ya no escucha a una cúpula cada día más separada de la realidad, una cúpula que sigue pensando en una Cataluña que ya no existe, como ha venido a demostrar el “fenómeno Illa”.
Y, en frente, el bloque de los denominados “pragmáticos”, gente que hace tiempo persigue enterrar la ensoñación de octubre del 17 para volver a entroncar con la corriente de la vieja Convergencia, la de un cierto catalanismo pragmático centrado en la gestión del día a día con la mente puesta en mejorar la vida de los ciudadanos, función esencial de toda política que se precie. Hay quien sueña incluso con un renacimiento de la Lliga Regionalista de Cambó atada a su conservadurismo regionalista. La realidad es tozuda: la Cataluña de 2025 no se parece en casi nada a la de 2017. Nadie habla hoy de independencia en una Barcelona de cuyos balcones han desaparecido las esteladas, la cuatribarrada con su triángulo azul inventado y su estrellita roja en el centro como aportación del rojerío menguante. El catalán de a pié pide que la sanidad mejore, que bajen los alquileres, que los trenes de cercanías funcionen. La gente quiere prosperidad, quiere puestos de trabajo y quiere riqueza y bienestar. También que aumente la seguridad y se ponga freno a la inmigración descontrolada, la gran baza de la extrema derecha nacionalista de Silvia Orriols. Para una amplia mayoría de catalanes Puigdemont es hoy una figura exótica alejada del interés general, un tipo empeñado en su guerra personal por la amnistía, volcado en resolver el drama de su familia y el suyo propio, atenazado por el miedo de morir en el invierno europeo. Porque los jueces del Tribunal Supremo tienen su propia lectura de las cosas.
Frente a la ebullición, en buena parte soterrada, que se registra en un Junts a quien las huestes de Orriols devoran diariamente a mordiscos una parte creciente de su electorado —el temible aliento en el cogote, sobre todo a nivel municipal, de Aliança Catalana—, sorprende sobremanera el silencio que en las actuales circunstancias sigue enseñoreado del paisaje vasco, la paz de los cementerios que parece reinar en un PNV dispuesto a seguir la senda hacia el precipicio que marca Sánchez y su banda de salteadores de caminos. Las huestes de Esteban y de Pradales, insignes maketos hijos de las nobles tierras burgalesas cooptados por Sabino, parecen caminar con una venda en los ojos que les impide ver la realidad. Los más de 58.000 votos que perderían en caso de elecciones según Hamalgama supondría una caída del 21% respecto a los 277.289 sufragios obtenidos en julio de 2023, que a su vez habían sido nada menos que 101.713 menos de los 379.002 logrados en las generales de 2019. Un descenso en picado, una más que alarmante línea descendente que amenaza, con Bildu como protagonista, con poner pronto punto final al protagonismo de un partido que ha convertido el País Vasco en un auténtico estanque dorado bajo el que se refugian las aguas fétidas del nepotismo y la corrupción, porque ni una hoja se mueve en las tres provincias sin el permiso del peneuve, por no hablar de la desindustrialización galopante, el estancamiento demográfico o la situación de esas pensiones, las más generosas del país, una parte de las cuales paga el contribuyente castellano y andaluz.
El seguidismo del PNV para con Sánchez y el sanchismo parece más un suicio a cámara lenta que otra cosa. Inexplicable desde todos los puntos de vista, decisión que rompe incluso con la condición de traidor vocacional que distingue a un partido capaz de aprobar hoy los PGE a Mariano Rajoy y una semana después tumbarle con una moción de censura. Tal vez el misterio sea más simple. Aitor es más socialista que nacionalista. Socialista en primer lugar y luego nacionalista sobrevenido, por una cuestión de puro interés personal, pura necesidad de buscarse un lugar al sol. Dice Javier Ybarra que para Esteban siempre ha sido difícil ser considerado un auténtico hijo de Sabino con padres y abuelos nacidos en Castilla y unos bisabuelos que aplaudieron la abolición foral vasca de 1876. Y otro tanto ocurre con Pradales. Ambos llevarán al PNV a la decadencia y ambos terminarán entronizando a Bildu como primera fuerza política vasca para mucho tiempo. El precio a pagar por estos devotos costaleros del sanchismo. Curiosamente, es el PP el único que a corto plazo podría rescatar al PNV de la irrelevancia, un PP en Moncloa capaz de devolver a Bildu al caserío y de restaurar la influencia peneuvista en Madrid. Un rescate por el que los Aitor nacionalistas deberían verse obligados a pagar un precio si en Génova quedara algo de memoria.
Junts, por el contrario, ha tocado a rebato. Apenas una semana después de «romper» con el PSOE, el jueves anunció la presentación de enmiendas a la totalidad de las leyes del Gobierno que se tramitan en el Congreso, lo que, en la práctica, equivale a dar por finiquitado el sanchismo. La ruptura es irreparable. La legislatura está muerta. El autócrata que nos preside, sin embargo, parece decidido a seguir como si tal cosa, acentuando su perfil de dictador de medio pelo que sobrevive sostenido por la “crisis crítica” (en expresión aquí de Carlos Souto) de un sistema que ya no da más de sí. Sánchez ha perdido toda vergüenza democrática. Cercado por los escándalos, ha decidido enrocarse en el Álamo de Moncloa, carente de cualquier legitimidad democrática. También este jueves, el juez que investiga el caso Koldo en la Audiencia Nacional acordó la apertura de una pieza separada para investigar las cuentas del PSOE por el descuadre de dinero en los pagos en efectivo efectuados, entre otros, al propio Sánchez, un personaje que chapotea en la corrupción más abyecta, dispuesto a morir haciendo el mayor daño posible. Perdida la mayoría que le sostenía en el Congreso, el autócrata se ha quedado sin margen. Su única salida es la convocatoria de elecciones generales en breve plazo, en la esperanza de dilatar el calendario judicial y aprovechar el estirón de Vox (“¡Que viene la extremísima derecha!”) en las encuestas. Tras los cristales del invierno, el perfil helado del banquillo y la cárcel para él y los suyos.