José María Ruiz Soroa, EL PAÍS, 15/10/11
Los drogadictos suelen tomar conciencia de su adicción a las drogas cuando intentan abandonar su uso. En ese difícil momento, cuando les falta el estímulo artificial de que hasta entonces gozaban, es cuando su subordinación a la droga se les hace más urgente. Pero nadie, ni siquiera ellos mismos, se engaña al respecto: aunque su dependencia de la droga se manifieste agudamente solo en ese momento, han sido también esclavos de ella cuando vivían los días alegres de su abuso. El drogodependiente lo es desde el principio.
Viene a cuento esta introducción para poner de relieve la equivocación patética en que caen de continuo nuestros políticos cuando se quejan ahora, en los años de crisis económica, de que la política se ha vuelto esclava de la economía, de que la falta de presupuesto la limita, de que ya no hay espacio para la política, solo para la administración. ¡Ingenuos políticos estos, que creen (o fingen creer) que antes de la crisis no estaban tan supeditados al dinero como lo están ahora! Que piensan que antes, cuando sobraban fondos para gastar, no eran tan dinero-dependientes como lo son ahora que escasea. Con su lamentable error, esta nueva raza de políticos pone de manifiesto que para ellos la política era repartir fondos sin constricciones, crear nuevos derechos económicos, construir infraestructuras faraónicas, duplicar órganos y funciones, y así sucesivamente. Hacer política era gastar. Y cuando no hay ya para seguir gastando, entonces es la hora de la jeremiada: “la política se ha vuelto esclava de los mercados”. ¿Y antes?, ¿qué era antes su política, cuando los mercados les daban la droga que querían a manos llenas?
Obvio que los políticos no son inocentes cuando lanzan a la opinión pública este relato de la política como esclava de los mercados. Porque se cuidan muy mucho de ponerse ellos en el lado correcto, en el lado del público al que se dirigen, de manera que se absuelven de la desastrosa marcha del mundo. Los políticos se ponen de la parte de los ciudadanos al tiempo que atribuyen los males a la otra parte, a los judíos. Porque como sugerentemente ha puesto de relieve Ignacio Marco Gardoqui estamos ante una reedición del discurso medieval del estigma judío. Mientras los judíos se contenten con prestar dinero a los poderosos se les admite, cuando empiezan a pedir la devolución o a subir los intereses por el aumento del riesgo, es hora de azuzar contra ellos a la comunidad o de expulsarles de ella. El perfecto chivo expiatorio de los errores de los gobernantes.
¿No será el problema que los políticos modernos se piensan a sí mismos como héroes esforzados de la mejora del mundo que gobiernan? ¿No les valdría más verse, aunque solo fuera por un ratito, de una manera más humilde y conservadora? Simplemente como los custodios de las reglas. Porque como explica Michael Oakeshott, la función primordial del gobernante es la de cuidar de las reglas, la de mantener incólume ese entramado de arreglos e instituciones seculares sobre los cuales se asienta la convivencia en una sociedad dada. Lo otro, la de engrandecerla, es una función añadida, por mucho que sea la que otorga relumbrón y visibilidad.
Pues bien, en España hemos conseguido llevar al Gobierno sucesivamente a dos personajes que eran unos manifiestos incompetentes básicos en esa tarea de cuidar las reglas, que no han sido sino unos imprudentes peter pan dispuestos a toquetear, manipular y martirizar a las instituciones y a los arreglos sociales fundamentales en que se fundaba la convivencia con el solo fin de dar salida a su ego redentorista. Aunque fuera de signo ideológico opuesto. No había para ellos nada en las instituciones tan importante que no pudiera torcerse o colonizarse para dar rienda suelta a su visión. ¿Qué hay de malo en ello?, ese era su lema. Y el de sus respectivos partidos políticos, que fueron detrás de ellos ciegamente.
Ahora ha llegado el tiempo de las facturas. No de las facturas económicas —con ser estas serias—, sino de las facturas políticas: tenemos un país institucionalmente dislocado, en el que pocas de sus reglas básicas funcionan aceptablemente; un país reconstruido a golpe de ocurrencia e improvisación que está reclamando un urgente remodelado de raíz; tenemos una sociedad en la que faltan los arreglos o consensos básicos necesarios para poder encarar el futuro con garantía; una sociedad en la que predomina el desencanto y el enfrentamiento en lugar de las ganas de ponerse manos a la obra; una sociedad a la que se excita todavía más mediante la hipermoraliza-ción de la descripción de la realidad; tenemos un problema, Houston, y la política es su origen. No los judíos.
Y si alguien lo duda, que mire en su derredor y contemple el zoco del arbitrismo en que se ha convertido la campaña electoral. Que vea cómo esa política que tanto se añora de palabra se ha convertido de hecho en el hallazgo diario de la piedra filosofal y del bálsamo de fierabrás, cada día con su invento. Y si a pesar de eso dice que el problema son los mercados, no la política, que baje Dios y lo diga.
José María Ruiz Soroa, EL PAÍS, 15/10/11