Volcados en atajar el daño más brutal, los gobernantes transigen con los daños que no matan, aunque sí pervierten a la población y predisponen a algunos a organizar, encubrir o jalear los asesinatos. Si la violencia aleja al ciudadano del compromiso, la permisividad política con acciones y doctrinas meramente por ‘pacíficas’ justifican enteramente su pasividad de espectador.
El espectador del daño adopta su actitud en función de los rasgos más notables de ese daño que consiente. Mencionemos tan sólo dos de esas características que estimulan su pasiva inhibición.
Gradualidad
De acuerdo con los célebres experimentos de Milgram, se ha hecho notar que la disposición a dañar a alguien comienza con un paso pequeño, insignificante y que aumenta de nivel mediante pasos graduales implicando cada uno de los cuales cambios menores respecto del anterior. La paulatina transición de pequeños a grandes crímenes facilita la inconsciencia de los perpetradores, que pueden no caer en la cuenta de la gravedad de lo que transcurre hasta que es demasiado tarde. Estamos ante una acción secuencial en la que el sujeto se ve envuelto de manera fragmentaria y le cuesta una enormidad retroceder. A medida que aumenta su compromiso con el daño infligido habrá de justificarlo ante sí mismo, y la forma óptima de justificar cada nivel es justificarlos todos hasta el fin. Dada la proximidad de los pasos entre sí, ¿cómo podría en un punto declarar inmoral el siguiente paso y no el anterior? Si interrumpe el proceso viene a confesar que cuanto ha hecho era depravado, y se requiere mucho coraje para una confesión así. Ha de seguir adelante si quiere recobrar la seguridad respecto de su acción anterior. Romper el proceso significa además que el agente rompe también con una serie implícita de convicciones que sustentan el orden social, lo que le expone al sambenito de transgresor. Todo ello, harto probado desde el lado de su comisión, puede probarse asimismo cuando se trata de la aceptación o rechazo de ese daño por parte de los espectadores. “La gente -cuenta J. Glover sobre la población de los países ocupados por los alemanes durante la II Guerra Mundial- podía verse arrastrada a una colaboración suave, pero cada vez mayor. Hay un peligro terrible en dar el primer pequeño paso en la colaboración, así como un gran valor en la protesta o negativa precoces”. Un gesto primero de rebeldía frente a la injusticia puede ser el primer paso hacia el heroísmo. En un sentido o en el opuesto, todo apunta al impacto determinante de las acciones pasadas. Nos convertimos en esclavos de nuestros actos anteriores: si en un momento dado cedemos, nos condenamos a nosotros mismos, de modo que habremos de seguir ensuciándonos para ocultar nuestra suciedad. Ya se entiende que no sólo nos atan las acciones pasadas, sino también las omisiones pasadas. Igual de difícil habrá de ser abandonar o suspender una acción maligna de intensidad creciente que romper un período prolongado de consentimiento ante daños que uno habría podido remediar o al menos atenuar. En ambos, brota la misma pregunta: ¿por qué ahora no (o sí) y antes sí (o no)? Tanto nos compromete lo hecho como lo dejado de hacer; el “sostenella y no enmendalla” nos tienta en ambos casos. Este fenómeno tiene relación con una especie de mecanismo retroactivo, que refuerza la tendencia a una conducta determinada. De manera que, si hemos actuado (incluso por abstención) de una manera en cierto momento, lo probable es que no actuemos de manera opuesta a la siguiente oportunidad. Nuestro mecanismo retroactivo nos dirá que somos un tipo de persona que suele comportarse así. No está lejos de lo que se le ha llamado también la patada en la puerta (foot-in-the-door), que alude a una serie de compromisos crecientes: es la tendencia de la gente que ha prestado su consentimiento a una pequeña solicitud a asumir después una solicitud mayor.
Desmesura
He aquí otra nueva justificación del daño infligido a otros y por tanto de la omisión de resistencia o auxilio por parte de quien lo observa. Se trata de un común mecanismo de defensa, paradójicamente basado en el instinto de justicia que, igual que no acepta que haya un crimen sin castigo, tampoco entiende un castigo sin que venga precedido de un crimen. En resumidas cuentas, que nos predispone a situarnos del lado del verdugo o del opresor. ¿Quién ignora cómo actúa esta lógica de la infamia? Ocurrió a la vista del insoportable espectáculo de los horrores de los campos de exterminio: “El sentido común reaccionaba ante los horrores de Buchenwald y Auschwitz con este argumento plausible: ‘Qué crimen no habrían cometido éstos cuando les hicieron tales cosas!’ (H. Arendt). Lo hemos escuchado también en el País Vasco tras buena parte de los primeros crímenes de ETA: Algo habrá hecho. “La desmesura de lo cometido sirve a su justificación: algo así -se consuela la conciencia laxa- no hubiera podido ocurrir de no haber dado las víctimas algún motivo, y este vago ‘algún’ puede acrecentarse seguidamente a voluntad». Todo ello sirve para que el espectador tranquilice su conciencia culpable. No hay mejor modo de eliminar cualquier responsabilidad en el daño del otro, ya sea por perpetrarlo o al permitirlo, que tener ese daño por merecido. Toda atrocidad se presenta como un ‘castigo’ y este ‘castigo’, a su vez, se presenta como prueba de la culpa del ‘castigado’. Pero la desmesura del daño juega aún otro papel que confirma al espectador en su medrosa pasividad y le persuade a seguir en su rincón. Frente al máximo mal, entendido como arrebatar la vida al prójimo, los que no traspasen ese umbral serán males de menor cuantía y progresivamente indignos de atención. Volcados en atajar el daño más brutal, los gobernantes transigen con los daños que no matan sin preguntarse cuánto pervierten a la población o, a la postre, cómo predisponen a algunos a organizar, encubrir o jalear los asesinatos. A los espectadores suele ocurrirles otro tanto. Todo lo que no coincida enseguida con lo peor, deja de ser malo como tal. Los daños morales apenas cuentan al lado de los daños legales, únicos tomados en consideración. Poco a poco los ciudadanos protestan contra los atentados terroristas que causan muertos, pero se retraen de criticar en voz alta la política cotidiana de sus cómplices directos. Al final, si por un extremo la violencia y sus riesgos alejan al ciudadano de cualquier intervención comprometida, por el otro la permisividad política hacia proyectos, acciones y doctrinas meramente por “pacíficas” justifican enteramente su pasividad de espectador.
Aurelio Arteta, blog en FRONTERAD.COM, 10/6/2010