Daniel Ramírez-El Español 
 

No ha hecho falta jugar a la ouija para ahuyentar el fantasma de la extrema derecha en España. Ha bastado con la celebración de unas elecciones europeas. Antes, sólo cabía responder con sensaciones a todos aquellos que levantaban de entre las sombras un monstruo fascista formado por un ejército de políticos, jueces y periodistas: «Oye, seamos serios, mirad a la calle, estáis perdiendo el juicio, este país no es como lo pintáis».

Ahora, ¡al fin!, podemos esgrimir la ciencia en su versión más cruel, la de los números, para dibujar España como lo que es. Un lugar ciertamente razonable amenazado cada día, sin demasiado éxito, por esos a los que Umbral llamaba «nuestros queridos políticos». Podemos hablar de la excepción española en plena sacudida ultra.

¿Por qué nadie nos martillea la cabeza con esta mirada? ¿Por qué presumir de esto no es sexi? Yo no dejo de mirar el mapa y de alzar la copa. Podríamos, incluso, volvernos patriotas de pronto. Porque a los números que ahora voy a desmigar debemos sumar el paulatino decrecimiento de la extrema izquierda.

De entre las siete primeras potencias de la Unión Europea, España es aquella donde la extrema derecha resulta más débil. Vox y Alvise (la versión contemporánea de Ruiz-Mateos) suman un 14,21% del voto, muy lejos del 36,9% de Francia, el 37,4% de Italia, el 15,9% de Alemania, el 17,7% de los Países Bajos o el 36,2% de Polonia.

Los datos son demoledores se cojan por donde se cojan. En Francia, Italia, Hungría, Austria y Bélgica, además, la extrema derecha ha ganado las elecciones. La verdadera particularidad española, la realidad más incómoda, tiene que ver con la manera en que nuestros partidos mueven las piezas resultantes.

Dicho de otro modo. Con una extrema derecha mucho más fuerte, en la gran mayoría de naciones europeas se forjan pactos por el centro que dejan en fuera de juego a estas organizaciones. También en Bruselas, con el pacto a punto entre conservadores, socialistas y liberales que revalidará el mandato de Von der Leyen.

Pero en España, ¡ay suspiros de España!, con unas cartas mucho mejores, la izquierda se echa en brazos de su extremo y la derecha, a modo de reacción, hace lo propio con el suyo. Pactó Sánchez con Podemos y los nacionalistas. Pactó Feijóo con Vox.

¿Por qué? Esa respuesta, por sencilla que parezca, es complicada y nos obligaría a escribir no una columna, sino una auténtica columnata de Bernini. Empleando el lenguaje de los extremos que deseamos evitar, cabría responder aceleradamente: «Porque somos idiotas».

Sin embargo, hoy es un día para la fiesta. Pese a todas las invocaciones a FrancoHitler y Mussolini, pese a todas las llamadas a la gresca con el adversario, pese a todas las resurrecciones cutres del desembarco de Normandía, ¡pese a la máquina del fango con la que nos han ido salpicando durante meses!, el Gobierno no ha logrado construir una extrema derecha lo suficientemente vigorosa como para mantener a Sánchez en el poder. Nuestro «Hermano Lodo», en feliz expresión de Tomás Serrano.

Ni con todo ese viento a su favor (las formaciones de extrema derecha crecen como reacción) Vox ha conseguido tornarse una fuerza con la influencia de sus homólogas europeas. ¡Qué pasa en España! La Transición, tan poco reivindicada y tan eficaz, que actúa como una barrera invisible frente a los extremos. Sobre todo frente al derecho, por el dolor que generó una dictadura de derechas que duró cuarenta años.

En los países del Pacto de Varsovia ocurre al contrario. Allí la extrema derecha ha crecido mucho, pero están vacunados contra el comunismo. Es prácticamente imposible que una formación así toque poder. La diferencia entre estas naciones y la nuestra es que ellas no tuvieron Transición y nosotros sí. De ahí que aquí, pese a todos los pesares, en la Europa más extrema de las últimas décadas, no queramos embarcarnos en aventuras cosidas con el hilo del delirio.

Para terminar, hagamos un juego. Echemos un vistazo a los países donde la extrema derecha tiene menos fuerza que en España. Porque los hay. No somos los mejores en eso y debemos ser honestos con los datos. ¿Adónde nos iríamos a vivir?

Está Grecia, con sólo un 9,3% de «fascistas» (recordemos el 14,21% de España). Pero no parece muy apetecible, teniendo en cuenta que la extrema izquierda suma casi un 25%.

Está Chipre, con sólo un 11,2% de extrema derecha, pero con una extrema izquierda que suma el 21,5%.

Está Eslovaquia, pero su actual primer ministro cree que Putin es un genio.

Está Eslovenia, pero su partido conservador, sin ser teóricamente extremo, duda de la noción de Europa.

Está Irlanda, pero no nos gusta tanto la cerveza como para marcharnos allí.

Está Luxemburgo, pero no tenemos dinero suficiente que lavar.

Está Finlandia, pero nos gusta ver la luz de vez en cuando.

Está Dinamarca, pero pretendemos sonreír varias veces al día.

Está Croacia, pero ya tenemos a Budimir jugando en Osasuna.

Está Suecia, pero Lucas Alcaraz pinta mejor que Björn Borg.

Está Portugal, pero se encuentra muy cerca como para mudarse.

Está Lituania, que tampoco nos dice demasiado.

Vuelvan a los tres párrafos anteriores. Relean el listado de los países donde hay una extrema derecha más débil que en España. Me juego un brazo, y su suscripción, a que ninguno de ellos le parece mejor país que el nuestro para lanzar un proyecto de vida.

No ha hecho falta jugar a la ouija. Hemos ido a votar todos los europeos juntos y nos hemos dado cuenta. Una vez más, España era mucho mejor de lo que creímos. Es un deber moral escribirlo.

Pongamos el dato lo más guapo posible: casi el 70% de los ciudadanos está lejos de ambos extremos.