Mi amigo Vicente está de los nervios. Resulta que ahora toca elegir nueva junta de propietarios en su finca y aquello se ha vuelto un sin vivir. Como sea que hay dos candidatos a presidente, el del ático y el del entresuelo, que se llevan a matar el resto de vecinos aprovecha para meter cizaña. Me contaba, más desesperado que un caza talentos en Podemos, que no hay vecino que no ande a la greña con el resto. Ya ves, me decía, una finca en la que siempre nos habíamos llevado tan bien y ahora esto es la guerra de Corea. El del entresuelo no quiere pagar las reparaciones del ascensor porque dice que él no lo usa, el del cuarto asegura que alguien se hace pipí en su felpudo y que si lo pilla le corta la fuchinga o le cose el zafarique, el del primero está harto de la señora del noveno porque baja la basura chorreando y lo pone todo perdido, el del sexto está hasta el gorro de la niña del segundo, que estudia piano y anda el pobre que le sale el “Para Elisa” por las orejas.
Y luego está el tema del dinero. Que si este debe no sé cuantas mensualidades a la comunidad, que si el presupuesto para pintar la escalera es de locos y que ni el pintor fuera Miguel Angel porque tengo yo un primo que nos lo haría por la mitad, que si aquel no paga la derrama para arreglar la tubería que se cargó el vándalo del hijo de los del quinto dándole con un martillo – “Hay que dejarles margen para que ejerciten su libertad”, dio como explicación la madre, pedagoga de niños, niñas y niñes que padecen disfuncionalidades con las cañerías – y, el colmo, la señora que limpia la escalera se ha atrincherado en los trasteros, dice que es una okupa, que la propiedad es un robo, que todos los vecinos son unos guarros y unos rácanos que nunca dan propina y que de ahí no sale si no es escoltada por la Benemérita porque ella conoce sus derechos. Lleva en España dos meses.
Mi amigo Vicente me preguntaba si nos habíamos vuelto todos locos y he tenido que decirle que sí, que hemos perdido el sentido común, el de la convivencia, el de la buena vecindad y, sobre todo, el del ridículo. Porque lo peor es que, en la carrera por ver quien acabará siendo el presidente de la finca que, por cierto, conoció tiempos mejores y precisa muchísimas reformas estructurales que van desde revisar los cimientos a comprobar el estado de las paredes maestras y las vigas, algunas de estas carcomidas, los dos candidatos van ofreciendo de todo con tal de obtener votos. El del ático, Demetrio, por más señas, le ha prometido al padre de la niña pianista que instalará hilo musical en la finca para que todos puedan gozar del arte de su hija; al jubilado del séptimo que le instalará un sillón en la entrada para que pueda explicar la mili que hizo en Cerro Muriano a todo el que espere el ascensor.
Ah, pero el candidato del entresuelo, Senén, no se queda corto y promete que ya no habrá ascensor. En su lugar instalará un tobogán acuático para bajar y unos fornidos mozos para que suban a caballito a los vecinos. Más ecologista y con menos huella de carbono o algo así. Dice también que suprimirá los buzones porque hoy en día solo sirven para recibir cartas de Hacienda, facturas y propaganda electoral. Y por la desforestación del Amazonas, que andan los nativos comprando plantas en IKEA para suplir a los árboles. Para rematar su oferta, ha dicho que cada piso podrá independizarse del resto y constituirse en república autogestionada. Una escalera pluri vecinal. Lo dicho, un sin Dios.
Para tranquilizar a mi amigo Vicente, porque a esas alturas de la conversación el hombre estaba a punto de que le diera un apechusque, le he sugerido que en la próxima reunión de pregunte “Oigan, ¿y todo esto que dicen, quién lo paga?”. Verá como las aguas volverán a su cauce, porque la gente siempre está dispuesta a que sus caprichos se los paguen otros. No lo digo mirando a nadie, naturalmente.