JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS
- Cuando todos los condenados por el juicio del ‘procès’ han declarado hasta la saciedad que volverán a intentarlo, la maniobra de Sánchez solo evidencia sumisión a la paranoia independentista
En un proceso penal “la finalidad del castigo es asegurarse de que el culpable no reincidirá en el delito y lograr que los demás se abstengan de cometerlo”. Hace más de 250 años el marqués de Beccaria firmó esta reflexión, fundamento y esencia de su ensayo De los delitos y las penas. Es una idea todavía vigente en muchos códigos penales de nuestros días. Acudí a buscar la cita al hilo de la jornada electoral norteamericana. Entre otras cosas se sometía a referéndum la abolición de los trabajos forzados en las cárceles de cinco Estados. Uno de ellos, Luisiana, decidió mantener ese tipo de castigo, permitido paradójicamente por la Constitución en la redacción de la misma enmienda que abolió la esclavitud. No sabía yo aún que tan venerables principios jurídicos y morales consagrados en el citado ensayo iban a ser machacados por las decisiones inmediatas del secretario general del partido socialista español.
No voy a entrar en lo acertado o no de la redacción del artículo 544 del Código Penal que por el momento define lo que es sedición. Desde los romanos una sedición se ha considerado siempre como una revuelta contra el orden existente: una rebelión o una incitación a la misma. Al margen de la arquitectura legal que se establezca consiste en un desafío al poder establecido. Como en el caso español este emana de la soberanía popular, la sedición es cuando menos una conspiración para sustituir el poder legítimo democrático por otro ilegítimo e ilegal por mucha fuerza armada o popular que le acompañe: un auténtico delito contra la Constitución. Por eso muchos calificaron de golpe de Estado la declaración unilateral de independencia por el Parlament de Cataluña. Y se pongan como se pongan los señores redactores del bodrio de ley presentado en las Cortes, eso no tiene necesariamente que ver con los desórdenes públicos. La historia está llena de sediciones y rebeliones que se consuman en los pasillos y hasta en las alcobas de palacio.
La desvergüenza del Gobierno al anunciar su propósito de eliminar el delito de sedición tiene que ver con el contenido de la propuesta, pero también con sus modos. Respecto al primero no hay que estudiar mucho pues la propia Constitución en su artículo segundo dice que se fundamenta “en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles”. La bufonada de Carles Puigdemont, Oriol Junqueras y compañía fue una agresión frontal a la democracia y a los derechos de los ciudadanos que la Constitución garantiza. Los desórdenes públicos se originaron durante la votación del referéndum ilegal, pero la sedición misma, la revuelta contra el poder establecido, tuvo lugar en sede parlamentaria con la declaración de independencia. Paradójicamente, al eliminar ahora la sedición, el único artículo que podrá aplicarse a quienes declaren violenta y públicamente la independencia de una parte del territorio nacional es el que condena la rebelión. No especifica que la violencia sea necesariamente física, puede ser moral. La violación de las leyes por quienes las han jurado entra de lleno en esa consideración. Por lo que el presidente Pere Aragonés, tan contento él, debería precaverse ante eventuales artimañas. Es conocida la habilidad de Pedro Sánchez para dar la espalda a sus más fieles seguidores, y su descarnado pragmatismo sobresale en cuanto considera en peligro su posición personal.
La mención al maestro Beccaria pone de relieve el fraude político y ético que la propuesta enviada a las Cortes conlleva: según él, las penas no deben ser tanto un castigo por los pecados cometidos sino una forma de evitar que vuelvan a producirse. Por lo mismo, cuando todos los condenados por el juicio del procès han declarado hasta la saciedad que volverán a intentarlo, la maniobra de Sánchez solo evidencia sumisión a la paranoia independentista.
Pero peor que el contenido de la proposición son las formas que la rodean y que revelan el desprecio continuado del primer ministro al Parlamento. Ninguna novedad. En sus memorias, el que fuera presidente de las Cortes y esforzado dirigente socialista Gregorio Peces Barba ya criticaba la tendencia a disminuir al máximo el poder del Parlamento, que para cualquier demócrata es la clave del sistema. La combinación de las leyes electorales, el clientelismo de los partidos, el reglamento de las Cámaras y la parcialidad de sus presidentes ha logrado que el fundamental órgano de control del Ejecutivo sea en realidad controlado por los gobiernos de turno, basados en un comportamiento de las mayorías que trata de anular a las minorías. El que una reforma del Código Penal de este calibre se pacte en la oscuridad de una mesa de diálogo, se hurte al conocimiento de los partidos centrales de la Cámara y se acuerde con los mismos delincuentes que vulneraron la ley es un despropósito. Encima se anuncia por el presidente en un programa de televisión con su entrevistador de cámara, asiduo a las tertulias de la mafia policial y periodística que agitaba el comisario José Manuel Villarejo. Y lo presenta como proposición de ley y no como proyecto gubernamental para evitar los informes preceptivos necesarios. Por si fuera poco, ese mismo día la portavoz del Gobierno muestra su animadversión al periodismo profesional pidiendo que los telediarios se conviertan en la voz de su amo, como si muchos de ellos no lo fueran ya. Ni a la jefa de prensa de Donald Trump se le podría ocurrir cosa semejante. Ya solo cabe esperar que las ministras del Me Too llamen fascistas a cuantos no les parezca bien esta flagrante agresión contra los valores de nuestra democracia. Pero “el deber primordial de los representantes socialistas elegidos en las urnas es defender lo intereses de su respectivo sector local o regional sin otras limitaciones que las impuestas por el supremo interés de la patria”. Este es el ruego que Indalecio Prieto hizo en el frontón de Ortuella en 1911. Todavía el fascismo no se había inventado.
Ignoro si en las escuelas de verano del PSOE se enseñan esas cosas, pero otro socialista vasco, Patxi López, ha declarado que los votantes socialistas entenderán la conveniencia de este proyecto de ley. Quizá algunos electores sí, pero tres presidentes autonómicos, tan socialistas como cualquier otro, no parecen entenderlo y lo han criticado abiertamente. En cuanto a la afirmación de que Cataluña está hoy mejor que en 2017, sugerida por Sánchez para defender su política, no es sostenible. Ha perdido el liderazgo de la economía española y ha generado una brecha profunda entre la renta media per cápita respecto a la de Madrid, que le aventaja ahora en más de 5.000 euros anuales. Eso se debe en gran medida a la fuga empresarial y de cerebros tras el procès y a un crecimiento de la inseguridad ciudadana en la capital de la autonomía donde se han repetido serios desórdenes públicos. No sé si agravados, pues este es un término tan impreciso que no merece figurar entre los tipos penales.
Le convendría a Sánchez repasar el capítulo del Quijote donde se narra su decisión de liberar a unos galeotes presos de manera inhumana y quizás injusta. Concedida su libertad, les pide que en agradecimiento rindan tributo de sus cadenas a doña Dulcinea, a lo que el más rufián de los indultados se niega en nombre de todos ellos. Don Quijote se irrita tanto que le llama hijo de puta. En consecuencia, los presos ya liberados propinan al de la triste figura, su escudero y su caballo, una auténtica lluvia de pedradas. Con lo que don Quijote “quedó mohinísimo de verse tan malparado por los mismos a los que tanto bien había hecho”. A Dios roguemos para que eso no suceda a nuestros generosos próceres socialistas.