Las palabras que Orwell escribió sobre España hace sesenta años, siguen teniendo hoy plena vigencia.
IBARRETXE dice: habláis mal. Deberíais contar otras historias para no enfrentar a los vascos. La ciudad donde nacisteis, el mar, la geometría primitiva de los valles. Hondas y bellas palabras que cantasen el camino de vuestro pueblo, senda verde que brota en los pasos de razas viejas. Hondas y bellas palabras que proclamasen su nueva primavera… Ibarretxe sugiere silencio e impone la pena sin dolor, pero en estas pesarosas tardes de diciembre, en las que el PNV embarga el alma y el dinero de todos los vascos para hacer realidad los fines nacionales de su partido, en las que el obispo de San Sebastián se lava las manos mientras la Conferencia Episcopal española quiebra su historial de tibieza, yo quiero recordar un cielo azul de octubre y un día dedicado a la memoria de los 42.000 ciudadanos que según Gesto por la Paz viven calladamente devorados por la amenaza en esta tierra oscurecida, en este País Vasco todavía oscurecido. Pienso en sus puños a escondidas crispados y en su mirada, la mirada de quien nada espera ya del gobierno de Vitoria, pienso en todo lo que perdimos un día, por lo que escribo.
En 1942, en un Londres sitiado por los bombardeos alemanes, Orwell repasó las verdades y las mentiras que vivió, escuchó y leyó en torno a la guerra civil española, y denunció que lo que se dijo y se escribió, entonces y después, no guardaba ninguna relación con los acontecimientos sucedidos en España. Orwell escribió: «Vi cómo la historia se contaba no en términos de lo que ocurrió sino en términos de lo que debería haber ocurrido según la conveniencia de los distintos partidos». El intelectual británico llegó a la conclusión de que si se abandona la idea de que la Historia puede, y debe, ser escrita con veracidad se abre paso un mundo de pesadilla en el que cualquier dirigente político puede controlar el futuro y también el pasado: «Si el líder dice de tal acontecimiento eso no ocurrió, pues no ocurrió».
Hoy después, de sesenta años y una transición, la reflexión de Orwell sigue teniendo plena vigencia en España. Basta viajar al País Vasco, vivir su tiempo ahumado de pistoleros y de llanto, y preguntarse cómo y por qué llegó a hacerse tan dura y tan áspera la convivencia entre los vascos. La respuesta ya la escribió Orwell, cuando hablaba de la guerra civil española. La clave hay que buscarla en los años indecisos que siguieron al derrumbe de la dictadura. Durante la transición, mientras se enterraban los tiempos podridos del odio, en el País Vasco se empezó a contar el pasado no en términos de lo que ocurrió sino en términos de lo que debería haber ocurrido según la conveniencia de los políticos nacionalistas. El PNV impidió que las heridas del pasado cicatrizasen, hallaron en la manipulación de la memoria un arma de futuro, relataron sus leyendas, leyendas de rebelión, sacrificios y derrotas que sonaban hermosas y terribles, travistieron la fábula de Historia y la llevaron a la calle, a las familias, a las escuelas, y los demás renunciamos a nuestro propio salvamento o naufragamos, perdimos las palabras o no hallamos la nota, el tono necesario para relatar historias de las que fuimos protagonistas. La democracia nació en el País Vasco condenada al pago de viejas deudas y hubo un silencio respetuoso y una sociedad con vítores y música y banderas. El complejo de culpa que padecía el pensamiento español en aquellos tiempos tuvo en ese respetuoso silencio, en esa temerosa complicidad, su más triste demostración.
Lo terrible es que el PNV y sus dirigentes no se conformaron con tergiversar la historia sino que además afirmaron la identidad vasca negándosela a quienes no compartían su discurso. Lo terrible es que el PNV, para llevarse detrás al «pueblo», inventó una épica colectiva y brindó a su mayoría un enemigo concreto, visible. Lo terrible es que todos los males y desgracias se concentraron en España, en el español. El líder dijo que el disidente político era miembro de una potencia invasora y así se creyó.
La Constitución y el Estatuto de Autonomía habían dado a todos los vascos -nacionalistas, comunistas, socialistas, centristas, derechistas…- la posibilidad de recuperar los espejos en los que era posible contemplar un futuro que los viera juntos. El PNV debió gobernar entonces para la convivencia, pero no lo hizo y el embargo sentimental que ejerció sobre la ciudadanía sólo trajo más sombra, más división, más odio. El País Vasco continuó siendo tumba y naufragio y persecuciones y exilio, lo fue en silencio, como en los tiempos de la dictadura, aquellos tiempos de Caín que Blas de Otero lloraba en sus versos
Escrito está. Tu nombre está ya listo,
temblando en un papel. Aquél que dice:
Abel, Abel, Abel… o yo, tú, él.
versos que continuarían llorando en el papel deshabitado, que es el morir, de no ser por «los enemigos del pueblo», por aquellos pocos que denuncian en la jefatura nacionalista la misma pose intransigente que hay en el discurso de Le Pen o de Haider y aquellos otros, gente anónima, jóvenes y viejos que unidos por algo humilde, paz, libertad, vida, salen a las calles soñando un porvenir distinto y más hermoso.
Hace tiempo, en 1944, el escritor italiano Cesare Pavese anotaba en su diario: «Hay personas para quienes la política no es una universalidad, sino legítima defensa». Hace tiempo que en el País Vasco, ya no la política, sino la palabra, la palabra hecha calle, se ha convertido en un acto de legítima defensa. La manifestación que organizó Basta Ya en San Sebastián fue un acto de legítima defensa, una explosión de palabras de una vez y en la calle, de una vez, por todos y por todas las veces en que no pudieron. Miles de personas condenadas a la soledad se rebelaron contra su vieja resignación, rompieron el silencio, descubrieron que todavía es posible decir no y pudieron hablarse y compartir historias y recuerdos… historias de persecuciones, de exilios, de amenazas, de dudas, de miedos, de hombres y mujeres sacrificados funcionarialmente en nombre de la patria. Había algo uniéndonos a todos, algo vivo después de tantos años. La idea de que es preciso profundizar en aquello que puede unir a los vascos, que los unió o los debió unir un día en el pasado, la Constitución, el Estatuto… en vez de proyectar Estados imposibles e imponer ideologías que los separan y los enfrentan violentamente.
El grito contra un anacronismo absurdo que ensangrienta las calles de España y que no tiene sentido en una comunidad de ciudadanos libres como Europa sonó el 19 de octubre en las calles del País Vasco para que los disidentes políticos no mueran más en los márgenes del silencio ni vivan más desamparos. Las gentes de San Sebastián ocuparon las primeras planas de los periódicos, pero ni el PNV ni los obispos vascos las han visto. Aquellas gentes, piensan los dirigentes nacionalistas mientras financian con dinero público la campaña de promoción de su nuevo Estado libre asociado, aquellas gentes no existen, «son los traidores de la patria», los inmigrantes que hay que deportar a su país de origen: el silencio.
En San Sebastián Fernando Savater dijo que su principal lucha es hacer que un día nadie tema por su vida porque opine libremente o porque viva de un modo que otros desaprueban de acuerdo con su especial percepción de un derecho. Pienso en sus palabras, pienso en los intelectuales vascos que tienen el coraje y el instinto de la resistencia, que buscan el equilibro entre la política y la moral y por eso no se equivocan o no se equivocan en la única lucha en que de veras importa no errar. Pienso en «los enemigos del pueblo», pienso en la multitud anónima que inundó las calles de San Sebastián saliendo de sus casas y de sus relojes cotidianos, los veo caminando palabras, lentamente avanzando entre los edificios, sin importarles que alguien se les acerque y les grite «hacéis mal, deberíais escuchar la voz de las pistolas», sabiendo que las palabras y las pancartas no son suficiente.
Fernando García de Cortázar, ABC, 10/12/2002