Entre las estrategias nacionalista y constitucionalista, el autor no ve tanta incompatibilidad como convergencia.
En la medianoche del 3 de diciembre de 1999, ETA hizo mucho más que dar por rota la tregua. Apagó también la última esperanza de una solución dialogada al problema de la violencia y comprometió con ello para siempre el futuro de la izquierda abertzale. La organización política que a ésta por entonces representaba se había demostrado, a lo largo de todo aquel proceso que creímos de pacificación, no ya como una comparsa inútil, sino incluso como un estorbo del que había que desembarazarse.
Así lo entendieron, cada uno a su modo, tanto el nacionalismo como el constitucionalismo. La coincidencia en el diagnóstico no condujo, sin embargo, a un tratamiento común. Sólo sirvió para exacerbar aún más las diferencias de estrategia. El constitucionalismo optó por utilizar todas las armas del Estado de Derecho para situar a la Izquierda Abertzale fuera de la ley. El nacionalismo, por su parte, se inclinó por expulsarla de la escena política socavándole progresivamente todo su apoyo electoral. El objetivo podía ser el mismo: despojar a ETA de su revestimiento político y exponerla en toda su desnudez de puro fenómeno criminal. Las estrategias, en cambio, eran bien distintas: la Ley de Partidos, en un caso, y el Plan Ibarretxe, en el otro. La primera apuntaba a un final de ETA por la vía policial. El segundo, a terminar con la organización en un proceso de asfixia progresiva.
Ambas estrategias se han considerado siempre incompatibles. Se acusan una a otra de no servir más que para alcanzar lo contrario de lo que dicen perseguir: prolongar la vida de la organización terrorista. La última polémica sobre la sentencia del Tribunal Supremo ha de interpretarse como un episodio más en este enfrentamiento. Y, sin embargo, miradas las cosas con cierta frialdad, uno no ve en ambas estrategias tanta incompatibilidad como convergencia. El éxito de la una no contribuye, en efecto, al fracaso de la otra, sino, más bien, a todo lo contrario. Así lo ha entendido también la propia Izquierda Abertzale, que lucha contra las dos con pareja determinación. Su obstinación en sucederse a sí misma a través de la mutación de denominaciones responde por igual a quienes pretenden dejarla fuera de la ley como a los que quieren apropiarse de su despojo electoral.
Así, pues, si alguna incompatibilidad pudiera detectarse entre ambas posturas, no sería de orden estrictamente político, sino de carácter más bien ético y moral. Consistiría -por duro que resulte decirlo- en el hecho de que, mientras quienes han optado por la vía de la Ley de Partidos se exponen al riesgo de acumular más víctimas en sus filas, los que siguen el camino de la asfixia electoral sacan el beneficio añadido de sumar más adeptos a las suyas. Y este hecho merecería ser tomado en consideración.
José Luis Zubizarreta, EL CORREO, 20/3/2003