Antonio Rivera-El Correo

Catedrático de Historia Contemporánea de la UPV-EHU

  • El elemental ‘pacto ético’ no parece destinado a mejorar nuestras vidas

No resulta fácil adivinar el sentido e intención que tiene el decálogo que presentó el lehendakari en el primer Consejo de Gobierno de este curso. Pretende otorgarle alguna relevancia política, pues no se ha quedado en una invocación bienintencionada, sino que lo ha llevado al Parlamento para que los grupos aporten y deliberen, y así concluyan algo que comprometa el estilo de sus actuaciones futuras. Uno entiende que era la presentación en sociedad del máximo mandatario vasco y que el recurso a un deseo común de buena voluntad supone una amigable manera de comenzar. Pero la política es el escenario que es y no suele ser de recibo que alguien llegue a ella como si fuera ajeno a sus sevicias.

Ajuria Enea, como el Vaticano, es un palacio presidencial que provoca el endiosamiento de sus inquilinos. Una estancia continuada allí les conduce a hablar en tercera persona de sí mismos y a pensarse ajenos al género humano y sus debilidades. Cuando los demás políticos escucharon a Imanol Pradales su salmodia, seguro que se preguntaron por lo bajinis: ¿y tú de dónde sales? Porque no hay mejor manera de quitarse de encima la sospecha de pecado que desgranar uno por uno, como hacían los curas, los que cometen los demás.

El caso es que Pradales se bajó del Pico del Loro donostiarra diez mandamientos para los políticos y la política vasca, interpretados como antídoto frente a los males que consumen en el resto del mundo (especialmente en España) a unos y otra. La opinión del lehendakari y de los vascos sobre la política que hacemos aquí ha sido históricamente positiva. Lo era cuando se mataba al que pensaba (incluso distinto), como para no serlo ahora, cuando la resaca nos ha hecho menos vocingleros que nuestros vecinos (particularmente, los que hacen política en Madrid).

Pero las grandes invocaciones, o resultan vacías e irrelevantes -y por eso innecesarias- o, en cuanto se pasan a prosa, cuando se confrontan con alguna realidad, se descubren inoperantes. A mi admirado Kant le acusaron desde siempre de eso. Su imperativo categórico era indiscutible como guía de conducta: el ser humano como fin y el prójimo tratado como uno mismo. Pero las decisiones las toman las personas en condiciones grises, no en el escenario irrefutable del blanco o el negro. Así que le tildaron de idealista, como alguien habrá pensado de Pradales.

La oposición, lógicamente, ha puesto a prueba de partida tanta bonhomía. Desde el PP han señalado la ausencia de nuestras particulares políticas del odio, heredadas de ese medio siglo terrorista. Ha dicho el lehendakari que eso es previo y superior, muy kantiano él. Por su parte, Bildu ha dejado caer si no se estará poniendo la venda antes de la herida, cuando vuelvan en otoño los enfados y protestas de profesionales y ciudadanos por el funcionamiento de los servicios públicos. La referencia a la autonomía de los movimientos sociales (punto 5) parece aludir a históricas tendencias a la vampirización de estos. Para cuestionar la oportunidad del decálogo, la doble oposición unipersonal ha acudido a su aislamiento (Vox) o a la posibilidad de haber mencionado otras cosas que no aparecen (Sumar).

Para apreciar la inanidad de una afirmación, recomiendo a mis alumnos invertirla y comprobar si resiste. Por ejemplo, el punto primero: «Primar siempre el bien común». ¿Alguien concibe que un representante público proponga primar siempre el bien particular de su grupo, enfrentando la dignidad de las personas, sus derechos y libertades? Absurdo por irreal. Pues dicho en positivo, sin más, resulta parecido. Y así hasta diez. Este ‘pacto ético’ elemental, que recuerda solo en el nombre a aquel suelo ético posterrorista que no se ha podido aprobar unánimemente todavía hoy, desde 2013, saldrá del Parlamento con los únicos votos del Gobierno o con una mayoría superior tras descafeinar definitivamente el texto. Peor aún: se utilizará para arrojárselo a la cara cuando una situación concreta lleve a cualquier grupo o político a tomar una posición beligerante. Se discutirá sobre hasta dónde la discrepancia acude a formas que habíamos acordado ajenas a nosotros mismos.

Vamos, que no parece esta una iniciativa destinada a mejorar nuestras vidas. Las formas perversas en política las conoce el ciudadano de sobra; todavía más hoy, cuando los populistas se las recuerdan a diario. Una de sus peores consecuencias es que parte notable de esa ciudadanía les vota; también aquí, no nos despistemos. La política de verdad es la que espera de esa comisión para abordar estratégicamente y con amplia participación y consenso social la crisis de Osakidetza, o de los contactos sindicales en el ámbito laboral, por ejemplo. Lo otro remite a aquello de la Constitución gaditana de 1812 de que los españoles serán -obligatoriamente en su caso- justos y benéficos, y que amarían a la patria. Y los vascos no íbamos a ser menos.