FÉLIX OVEJERO-EL MUNDO
El autor analiza la difícil situación en la que se encuentra el partido de Albert Rivera, al que desde muchos ámbitos le están pidiendo que se inmole e hipoteque su credibilidad en beneficio de la estabilidad del país.
Las instituciones, no pocas veces, tienen esa dimensión suicida: el interés del político está desacompasado del interés general. Piensen en nuestro alabado Estado de las autonomías. Nuestros nacionalistas de siempre y los que están en camino saben que los españoles no votan en cada autonomía: las elecciones locales no se ganan invocado el interés general. Por eso estamos donde estamos. Los nacionalistas no han crecido porque existían unas realidades nacionales ignoradas. Es al revés: las realidades nacionales se han recreado para dotar de mampostería intelectual a los nacionalistas. Los nacionalistas se han consolidado como fuerza política y, naturalmente, han ido tarifando. También en las elecciones nacionales: el interés general ha estado en manos de partidos que despreciaban el interés general. No me lo invento: desmontar el Estado es su programa. Si España se va al guano no será por falta de nación, sino porque los diseños institucionales favorecen el crecimiento de programas que socavan la nación. Los diseños allanan el camino a la creación de naciones donde no hay naciones y minan a la nación civil, la democrática, que creíamos sedimentada.
En España, por un momento, pareció incumplirse ese deprimente diagnóstico. Ciudadanos consiguió resultados excepcionales invocando los intereses de todos, también de los españoles que no votaban en Cataluña. Para algunos, ese proyecto, extendido a España, permitiría sustituir a las bisagras de siempre, los nacionalistas. Los partidos comprometidos con el interés general dejarían de estar en manos de quienes desprecian el interés general de los españoles. Yo no lo tenía tan claro. Por dos razones. La primera, de principio: nadie aspira, ni puede aspirar, salvo transitoriamente, a oficiar como muleta de otros. Si uno tiene un proyecto político, y se lo toma en serio, quiere que ese proyecto se traduzca en política efectiva. No asume que su papel es apoyar el de otros, a menos que ese otro le parezca mejor y, en ese caso, se cambia de partido. La segunda es más mundana, cínica si quieren: la bisagra Cs no competía con la bisagra nacionalista. Sus votos solo podían proceder de partidos nacionales.
A la vista de su vertiginosa trayectoria y de algunas encuestas de hace unos meses Cs parecía haberse embriagado de entusiasmo. Con el PP erosionado por el relato de la corrupción y el PSOE convertido en el PSC, convencido de que al nacionalismo se lo vence contentándolo, Rivera, comprensiblemente, se pudo ver presidente. Era el primero de las tres derechas y, en aquellas condiciones, la alternativa ganadora a Sánchez. Se pasó a la dialéctica socrática; mejor dicho, al maoísmo: empezar por el aspecto principal de la contradicción principal. Primero barría en la derecha y luego, a derrotar al PSOE. En otra versión, el cuento de la lechera.
Y ya se sabe lo que pasó con la lechera: demasiados si, demasiados condicionales. Su primera elección alteró el mapa. Para ganar entre las derechas tuvo que repudiar cualquier trato con el PSOE. Un guion que cambió el paisaje general. Hasta entonces tenía abierta otra posibilidad, otro relato: precisar unas condiciones básicas, un pacto constitucional, para combatir el nacionalismo, que obligara al PSOE a romper sus tripartitos autonómicos, y, si acaso, que Sánchez negara tres veces. Emplazarlo a elegir entre la Constitución y sus enemigos, quienes quieren acabar con el Estado. Un acuerdo abierto a quien quisiera suscribirlo. Si Sánchez lo rechazaba, suyo era el trago. Amargo, sin duda. El PSOE estaría abandonando para siempre la posibilidad de explorar la frontera abierta de la política española, un filón virgen electoralmente: un partido de izquierdas antinacionalista.
Pero Rivera no estaba para esas cosas. No lo estaba, por razones de principio, porque, en un acto de puro despotismo ideológico, expurgó hace tres años a Ciudadanos de su alma socialdemócrata, y por sus urgencias electorales recientes, la tentación de la presidencia, que le llevaba a batirse en el terreno de la derecha. Su apuesta era ingenua. De pronto descubrió que el escenario no era paramétrico sino estratégico, que el resultado final no solo dependía de sus decisiones. Los otros también jugaban. El propio Rivera estaba ofreciendo a Sánchez el relato de las tres derechas, que, naturalmente, Sánchez no lo desaprovechó. También Vox jugaba o podía llegar a jugar. Sencillamente era insensato creer que, después de repudiarlo cada día, le apoyaría incondicionalmente. Por España. Vox como bisagra servil, una bisagra rara: las bisagras siempre cobran.
La fábula no ha resistido el trato con la realidad. A Sánchez, que no le sobra el pudor, se le hicieron los dedos huéspedes: el relato de las tres derechas le entregaba ese espacio inane llamado centro, vacío ideológicamente pero repleto de votos. Solo para él. Y ganó; de aquella manera, pero ganó. Y las tres derechas, pues eso: las tres derechas. Juntas o separadas, repartiéndose los votos. Suma cero cuando no suma negativa. Comprobando la inexorabilidad de la primera ley de la termodinámica: no hay más cera que la que arde.
No ha sido el único encontronazo con la realidad para Rivera. El otro es más serio, más definitivo. El PP quedaba en las elecciones por delante y, además, en mejor trato con un Vox al que Cs, para construir su propia imagen, había satanizado. Y Vox no era Satán. Ni programática ni electoralmente. En las municipales se comprobó que tenía un techo. Le pasó lo mismo, en otro campo de juego, que a Cs. Si no quedaba el primero o muy cerca del primero, no tendría futuro. No hay lugar para tanta derecha y, al final, sus votos vuelven al PP. A Cs, que tanto los leproseó, seguro que no. El resultado: el PP, primero de los tres. Y al alza.
Ahora muchos recomiendan a Rivera una rectificación, que pacte con el PSOE. Para Cs resulta complicado. Los votos que esa propuesta le pudo proporcionar hace unos meses ahora están en el PSOE. Entonces podía fijar las condiciones, hoy, si acaso, acatarlas. Por lo demás, su desnorte ideológico no le saldría gratis: trató al PSOE un poco menos mal que a Vox y ahora, en el parecer de muchos, debería acudir a salvarlo. A esas razones, de circunstancias, se unen otras de principio, importantes: la palabra dada a los votantes. En nuestras democracias, ciertamente, el representante no es un mandatario. No va al parlamento con instrucciones precisas. Ni va ni puede ir. La política, en su mejor versión, supone escuchar argumentos de otros, modificar puntos de vista a la luz de las mejores razones. Además, la política se orienta al futuro y, por lo mismo, no está en condiciones de precisar respuestas a problemas que todavía se ignoran. El contrato entre el votante y el representante es de imposible especificación. Un mercado de información asimétrica, que dicen los economistas, fuente de muchos problemas.
TODO ESO ESverdad, pero no toda la verdad. Algún compromiso sí que existe. Una elemental relación de confianza que hace inteligible la idea de representación política, la que captura la fórmula al votar depositas tu confianza. A mi abogado no le doy instrucciones pero espero que no me engañe. Lo otro se llama estafa. Una cosa es que, llegado al Gobierno, el político suba el IRPF dos puntos más de lo que prometió. Otra cosa distinta es que, después de criticar la pena de muerte, la imponga.
Hay otra razón para que Cs evite tomar la iniciativa: la propuesta tendría que hacerla el candidato, Sánchez. Por un suponer, exagerado: «Usted quiere el 155, pues perfecto, hablemos sobre ello». El papelón, entonces, sería para Rivera. Pero no parece. La campaña socialista para dejar a Rivera como el malvado del cuento tiene toda la pinta, la mala pinta, marrullera, del sanchismo. Sánchez no hace ofertas sustantivas, sino lobbismo, a escondidas y en voz baja, o chivándose a la seño (Macron). Su único argumento reconocible no resulta tranquilizador: «Martin Luther King apóyame que si no me voy con el KKK». Y la realidad de los pactos en 60 ayuntamientos de Cataluña, test por excelencia, invita a lo peor: salvo con los constitucionalistas, con cualquiera.
Por supuesto, Rivera, bien lo sabemos, puede cambiar de rumbo sin temor a amotinamientos y apoyar al PSOE. No sería la primera vez ni la más importante. Después de todo, los votantes tienen memoria de pez y las elecciones no parecen inmediatas. Pero, el riesgo de que el pasaje se apee es innegable. Y el futuro, sin duda, incierto: la presidencia se aleja y Cs pierde relevancia. No es un plato de gusto: Inmolarse para salvar al país. Es frecuente, ya lo decía: los intereses de los políticos no son los de los ciudadanos. Lo menos frecuente, lo excepcional, es que los políticos se resignen a aceptarlo.