- Tan sencillo es, que a un hombre de buena formación académica –el presidente francés lo es– se le hace impensable que un adulto pueda disparatar, como lo hace el tal Mélenchon, acerca de «cambiar de sexo» por simple modificación de los registros civiles
¿Sabía el presidente francés, en el curso de su áspera campaña electoral, que estaba llamando delirantes al primer ministro español y a varias de sus ministras? Es lo primero que me vino a mí anteayer a la cabeza. Juzguen ustedes el vídeo: https://www.youtube.com/watch?v=dzfyXDfy4lI .
La cosa va de un presidente de la república que analiza los riesgos que se ciernen sobre una Francia en choque entre la extrema izquierda alucinada (Jean-Luc Mélenchon) y la extrema derecha dinosáurica (Marine Le Pen). Expuestos los disparates económicos y los riesgos sociales de ambas, Emmanuel Macron vacila un par de segundos antes de formular lo más loco de todo, lo impensable. Sin acabar de creerse que semejante dislate haya podido ser formulado por un adulto, expone la perla de la corona del «Nuevo Frente Popular» melanchoniano: «…Hay cosas completamente ubuescas, como por ejemplo lo de ir al ayuntamiento a cambiarse de sexo…» Vuelve a hacer pausa, no parece poder creerse del todo el disparate. Concluye: «… Así que, bueno, puede que nosotros estemos llenos de defectos, pero…»
A nadie en su sano juicio se le ocurrirá –pienso yo– clasificar de «homófobo» a un presidente que nombró primer ministro –y verosímil candidato a sucederlo en la presidencia– a Gabriel Attal, unido legalmente en pareja homosexual desde 2022 y defensor explícito de la normal plenitud de los derechos homosexuales. Lo que Macron formula es algo mucho más primordial y que da vergüenza tener que hacer explícito: la definición de identidades administrativas es genital, no sexual. Tampoco tiene nada que ver con esa necedad que habla para ello de «género», sustantivo que en las lenguas latinas sirve para clasificar sólo palabras, no realidades. Si el género definiera sexos reales, nos hallaríamos ante dilemas tan divertidos como el de saber por qué demonios «estilográfica» es femenino y «tintero» masculino. O, perdóneseme la vulgaridad extrema, por qué la denominación más toscamente popular del órgano genital femenino es masculina y la del masculino femenina.
Todo es de una sencillez palmaria. El Estado necesita fijar clasificaciones funcionales en la fisiología de sus sujetos: se llama genitalidad. El deseo es investido por los diversos sujetos en modos ampliamente dispersos: se llama sexualidad; y nada tiene el Estado que decir acerca de esas investiduras, siempre y cuando no transgredan los códigos del derecho. A eso se reduce todo.
Tan sencillo es, que a un hombre de buena formación académica –el presidente francés lo es– se le hace impensable que un adulto pueda disparatar, como lo hace el tal Mélenchon, acerca de «cambiar de sexo» por simple modificación de los registros civiles. Para dar cuenta de su asombro, Macron se remite al calificativo de «ubuesco», en homenaje al más alucinado predecesor del dadaísmo. En España, lo conocemos, sobre todo, por la adaptación que al «modelo Jordi Pujol» hiciera de él Boadella en su descacharrante «Ubú Presidente». Alfred Jarry creó al gran «rey Ubú» en el año 1895 y lo puso en escena un año después. El poder como manicomio es la fábula de este monarca sin límites, el tesoro más preciado de cuya colección de rarezas es un «cráneo de Voltaire niño».
Que Jean-Luc Mélenchon sea literal heredero de aquel rey Ubú de Alfred Jarry es hoy poco discutible para quien haya tenido el dudoso placer de escuchar los caprichosos rugidos a los que llama discursos. Pero hay un malestar que al espectador español de esa secuencia no puede no planteársele. ¿Sabía el presidente francés que la propuesta del «Nuevo Frente Popular» francés es un plagio literal de la muy española ley Montero-Sánchez? ¿Sería el calificativo de «ubuesco» un homenaje, más que al demente Mélenchon, al enamorado esposo de doña Begoña Gómez? Puede. Y hasta tendría su gracia.