Joseba Arregi, EL MUNDO 22/11/12
El autor diferencia entre el significado político y el cultural y etnolingüístico de esa palabra.
Escasi una perogrullada afirmar que la política se ha convertido, si no lo ha sido siempre, en una batalla del y sobre el lenguaje: quién ocupa antes una palabra para darle el sentido que desea, quién impone los términos del debate, quién utiliza las palabras no para darse a entender, sino para mezclar contenidos, sembrar dudas, desdibujar fronteras conceptuales, impedir que exista el diálogo -un diálogo que es tan reclamado por casi todos los políticos, olvidando en general que para poder hablar es preciso atenerse a las reglas gramaticales, pues de otra manera lo que se produce es un galimatías-.
Parece que en estos momentos de fiebre soberanista en Cataluña y de toma general de conciencia de que la estructura del Estado autonómico requiere una seria revisión, los participantes en el debate debieran estar interesados en calibrar los términos de la discusión, en pulir el sentido que dan a las palabras que utilizan, en explicar lo que entienden con lo que dicen, si es que realmente lo saben. Pero demasiadas veces da la impresión de que no es así.
Estamos hablando de la estructura del Estado, estamos hablando de la nación española, estamos hablando de naciones, estamos hablando de la reforma de la Constitución, y estamos hablando del pluralismo de España. ¿Estamos realmente interesados en hablar y dialogar sobre estas cuestiones para llegar a algún punto de acuerdo o de desacuerdo claro?
El presidente Zapatero afirmó en su día que el término nación es algo discutido y discutible. Pujol afirmó, también en su día, que si bien la nación catalana existía, algo evidente para él, ponía en duda que existiera una nación española. El presidente actual, Mariano Rajoy, afirma con naturalidad que España es una gran nación, al igual que el PP dice con toda naturalidad que es un partido nacional. ¿De qué nación se está hablando? Para saberlo es conveniente tener en cuenta el devenir de este concepto tras la revolución liberal en Europa, que es cuando el término nación recibe sus significados políticos. Y el primer significado político es el que recibe de la propia revolución liberal: se trata de la asociación voluntaria de ciudadanos soberanos, la nación se constituye a partir de la voluntad de los ciudadanos de vivir juntos, es una comunidad política que no prejuzga la existencia de una comunidad lingüística o cultural.
La nación moderna nace como nación política y es así como se convierte en el actor político principal de la modernidad. Ello no prejuzga la existencia de una comunidad cultural o lingüística, pues en el ejemplo clásico al que se recurre siempre para subrayar la superposición exacta de la nación política sobre la nación cultural y etnolingüística, Francia, es preciso recordar que en el momento de la Revolución Francesa en Francia se hablaban decenas de lenguas y patois, y que es a partir de 1918, gracias a la sangre derramada en la que siguen llamando la grandeguerre, cuando en verdad se produce esa superposición como queda expresado en la frase de las lápidas fúnebres de los soldados caídos que se encuentran en el país vasco francés: mort pour la patrie.
A remolque y como reacción al racionalismo que entraña esta concepción política de la nación surge en Alemania de la mano de Herder y de Wilhelm von Humboldt el concepto romántico de nación: una comunidad de lengua, de cultura y de tradición. Y aunque los citados concibieran la nación cultural encuadrada todavía en ideas humanistas, las guerras napoleónicas y la oratoria de Fichte, en sus discursos a la nación alemana, la transformarán en algo radicalmente distinto: toda nación cultural tiene derecho a ser la matriz única y exclusiva de una nación política y convertirse en Estado.
A partir del último tercio del siglo XIX se va produciendo en Europa la fusión de los dos, en principio tan contrapuestos, conceptos de nación: la tendencia a fungir en una sola idea la nación política y la nación cultural, la idea de que el territorio definido por la nación política debe ser el mismo que el territorio definido por una nación cultural y etnolingüística.
De esta fusión nacerán las tragedias europeas del siglo XX, las dos guerras mundiales, la idea de autodeterminación wilsoniana, matriz de la que surgen nuevos Estados nacionales que arrastran en su interior la imposibilidad del ideal, lo que servirá incluso a Hitler poder reclamar la vuelta al Estado nacional, ahora imperio, de los Sudetes checos, y también nacerán las últimas guerras balcánicas desgraciadamente resueltas sobre el principio de sólo una nación cultural como nación política sobre un único territorio.
Dejando, sin embargo, de lado la situación en la que han quedado los Balcanes, es posible afirmar que el desarrollo democrático de la mayoría de Estados europeos tras las Segunda Guerra Mundial ha ido en la línea de recuperar el concepto y la idea de la nación política, constituida por ciudadanos antes que por una comunidad lingüística o cultural. Y es posible afirmar también que la prueba de la democracia de estos Estados europeos consiste precisamente en su capacidad de mantener esa idea de que lo que constituye la nación política son los ciudadanos en cuanto tales, y no en cuanto hablantes de una determinada lengua, no en cuanto profesos de una determinada religión, no en cuanto portadores de unos determinados usos y costumbres.
Dicho de otra manera: la calidad democrática de los Estados europeos se mide y se medirá en su capacidad de garantizar y promover la heterogeneidad social, el único contexto en el que puede surgir y desarrollarse la libertad individual. Por eso, la calidad democrática de España, en su conjunto y en cada una de sus partes, radica precisamente en su pluralismo. Claro que España es plural, pero no más que lo son Cataluña o Euskadi. Claro que España es plurilingüe, pero no más que Cataluña o Euskadi. Claro que España es plurinacional, pero no lo son menos Cataluña y Euskadi, pues la plurinacionalidad de España se debe a que existen muchas personas que se sienten pertenecientes a la nación cultural catalana, y a la nación cultural vasca, al igual que en Cataluña y en Euskadi existen muchas personas que se sienten pertenecientes a la nación cultural catalana y a la española, a la nación cultural vasca y a la española. Y la gran conquista de la España constitucional es haber sabido constituirse como nación política con capacidad de hacer sitio, además de a la nación cultural española, a otras naciones culturales, haciendo de todos los que las habitan ciudadanos de nacionalidad española, nacionales de la nación política que es España.
Es posible clarificar la palabra nación y señalar, de forma analítica y crítica, sus distintos significados. Ello permite recuperar la dignidad política del término a partir de sus raíces liberales: nación como asociación voluntaria de ciudadanos soberanos.
Y de la misma forma es posible clarificar la palabra federación: en palabras de Hamilton, una mejor unión, en contraposición a la confederación, que siempre es vía hacia la separación. Suiza persiste porque de ser confederación, a partir de 1860, ha ido dando pasos para ser una federación, y EEUU sigue existiendo porque los federados unionistas se enfrentaron a los confederados secesionistas en la guerra llamada de secesión, también en los años 60 del siglo XIX. Y la ganaron.
La federación subraya y consolida la unión, la confederación abre la puerta a la separación. Maragall quería una confederación para Cataluña, pero intentó venderla usurpando el término federación. Y así nos va.
Joseba Arregi fue consejero del Gobierno vasco y es ensayista y presidente de Aldaketa.
Joseba Arregi, EL MUNDO 22/11/12