Mario Vargas Llosa-El País
- Para que el modelo del progreso funcione hay que acabar con la corrupción; pero para multitud de Estados, eso es imposible. Los casos de Venezuela y Alemania son ejemplos de elección sobre pobreza y prosperidad
Una de las tesis más controvertidas del liberalismo hoy es que, por primera vez en la historia de la humanidad, los países pueden elegir ser pobres o prósperos. Nunca antes aquello fue posible, porque la prosperidad dependía siempre de la cantidad de recursos con que contaba una nación, de su situación geográfica y de su fuerza militar. Pero en el mundo globalizado de nuestro tiempo, se sabe perfectamente cuáles son las políticas que crean empleo y fortalecen económicamente a un país, y las que lo empobrecen y hunden. Los casos antinómicos de Venezuela y Alemania podrían servirnos de ejemplo.
El caso de Venezuela es sabido por todo el mundo. Era uno de los países más ricos del planeta, porque, resumiendo, se trata de un inmenso lago de petróleo y otros minerales, que no hace muchos años atraía una inmigración gigantesca, para la que sobraba el trabajo, y el país progresaba a pasos de gigante, pese a la corrupción y a los desafueros de sus gobiernos, lo que permitió al comandante Chávez y su “socialismo del siglo XXI” conquistar el poder en unas elecciones que probablemente fueron libres. Nunca más lo serían, por supuesto. En la actualidad, Venezuela se muere de hambre, se ahoga en la corrupción, y por lo menos cinco millones de venezolanos han huido del país, a pie, con sus bolsas y sus hijos, para sobrevivir. Es obvio que el socialismo, del pasado o del presente, no garantiza la prosperidad, sino la miseria, a corto o largo plazo. Por eso, Rusia y China han dejado de ser socialistas y practican, más bien, un capitalismo de amiguetes, con amplio margen en la vida económica para la empresa privada y la competencia, pero una muy estricta rigidez en la esfera política, donde el viejo sistema autoritario persiste casi intacto.
Alemania, en cambio, es un país que prospera cada día, y en todos los sentidos. Acabo de estar allá, luego de siete meses, y he vuelto a quedarme sorprendido con el espectáculo de una antigua Alemania Oriental en plena efervescencia, donde resucitan los viejos palacios y se construyen rascacielos por doquier, donde nadie parece morirse de hambre, donde funciona la democracia a todos los niveles y donde la mayoría de los ciudadanos parece contenta con su suerte. El gobierno de coalición, que preside todavía Angela Merkel, aunque haya discrepancias y querellas en su seno, parece firme y las próximas elecciones no deberían cambiar, en su conjunto y pese al coronavirus, que parece allí perfectamente controlado, este período de estabilidad y progreso que vive el país.
¿Qué ha hecho Alemania para estar como está? Eligió ser próspera, es decir, estimuló la empresa privada, la competencia y el ahorro, integró su economía en los mercados mundiales, y el desarrollo económico que viene experimentando por largos años le ha permitido ser bastante independiente —el país más rico de la Unión Europea, por cierto— aunque, en materia de energía, dependa todavía de Rusia, con quien la une un tratado preocupante. Pero, en lo que concierne a su europeísmo, a sus políticas de inmigración y a su respeto por la legalidad, no hay nada que criticar y sí mucho que imitar.
¿Es fácil seguir el modelo alemán? No lo es y, por eso, muchos países que quisieran ser prósperos no pueden continuar sus pasos. ¿Cuál es el problema? Básicamente, la corrupción. Es el caso de América Latina, sin duda. La corrupción está tan profundamente arraigada en sus gobiernos, roban tanto sus ministros y funcionarios y el robar es una práctica tan extendida en casi todos los Estados, que es del todo imposible establecer una economía de mercado que funcione de verdad y haya una competencia seria y genuina en su seno. Para que el modelo del progreso funcione hay que acabar con la corrupción, o reducirla a su mínima expresión, y eso, para multitud de Estados, es simplemente imposible. Los que lo consiguieron, como Hong Kong, antes de volver a ser parte de China, o Singapur, Corea del Sur y Taiwán, progresaron sin medida y acabaron con el hambre y el desempleo. Y la democracia comenzó a funcionar en ellos (en el caso de Singapur, de manera más limitada).
De otro lado, la transición de una economía secuestrada por las corruptelas, donde los ministros, los jefes militares y los meros funcionarios se llenan los bolsillos de manera ilegal, no es nada fácil. Se necesita un apoyo popular y periodístico incesante, un poder judicial que actúe de acuerdo a las leyes, y gobernantes convencidos y valientes que crean en el modelo y lo pongan en práctica sin vacilaciones ni temores. Y, sobre todo, una opinión pública que crea en él y lo respalde. No todo se desarrolla en el campo económico. Por el contrario; una economía próspera no basta para crear mágicamente una sociedad donde la mayoría de ciudadanos se sienta cómoda. Hace falta al mismo tiempo una verdadera igualdad de oportunidades que sólo puede ofrecer una educación pública de altísimo nivel, que garantice, en cada generación, un punto de partida uniforme. Eso fue una realidad en Francia antes que en ninguna otra parte y lo fue también —sorpréndanse— en la Argentina, desde el siglo pasado, cuando el modelo educativo creado a orillas del río de la Plata por los herederos de Sarmiento concitaba la admiración de todo el mundo.
Lo curioso es que, pese a lo evidente, los ataques a lo que el modelo exitoso representa son cada día más intensos y proceden sobre todo de países que han tratado de aplicarlo y no lo han conseguido por múltiples razones, en especial, debido a un sector político populista y demagógico que cuestiona aquel sistema por motivos supuestamente morales. Allí, la dificultad mayor para que los países sigan el modelo que trae progreso es semántica: un problema de palabras. Asumir el “capitalismo”, requisito esencial, es sencillamente imposible para la mayor parte de los países, pues la izquierda en general, y la izquierda comunista en particular, hoy minúscula, ha conseguido crear en torno a esta palabra —capitalismo— una sensación de injusticia y desigualdad, de bribonería y egoísmo, que la hace impronunciable, o, mejor dicho, la asocia a un complejo de inferioridad que impide a quienes, secretamente, creen en ella, pronunciarla y menos promoverla. A menudo, es el caso de los propios empresarios, que se avergüenzan de lo que son y representan.
He ahí una de las grandes paradojas de nuestro tiempo: el sistema que ha traído modernidad, prosperidad y sobre todo libertad a los países más adelantados del mundo, suele ser impronunciable y ningún líder político que se respete se atrevería en el tercer mundo a promover una fórmula “capitalista” —palabra maldita— a sus electores, pues lo más probable es que tendría muy pocos. La izquierda ha conseguido esa confusión mental que impide hoy, sobre todo en los países subdesarrollados, aprovechar esa extraordinaria posibilidad de sacar de la pobreza y el subdesarrollo a decenas, o centenares, de países de la tierra, que, paralizados por el supuesto socialismo que traería por fin la igualdad, la solidaridad y los buenos ingresos a sus ciudadanos, se hunden cada vez más, como Venezuela, en la corrupción y la miseria.
La posibilidad de elegir entre la pobreza o la riqueza está siempre allí, como posibilidad teórica. Pero, en la práctica, el socialismo sigue triunfando sobre el capitalismo, por lo menos en el papel y en los discursos. A este no le importa, porque tiene la sensación —la seguridad— de que el futuro le pertenece. Los otros se contentan, mientras se siguen empobreciendo, no con adquirir el progreso, sino con el triunfo de una sola palabra.