EL SEPARATISMO catalán pone mucho interés en hacer creer que tiene un grave problema con el gobierno español, al que acusa de negarse al diálogo. En el mismo interés abundan los esporádicos aliados que va recogiendo en la política, la judicatura, la economía o la cultura. El interés separatista se veía bien en una frase del artículo que el presidente Puigdemont y su vicepresidente Junqueras publicaron ayer en la prensa socialdemócrata: «No se nos ocurre pensar que el futuro de Catalunya [sic] no lo van a decidir sus ciudadanos y sí el gobierno español». En la frase hay una simetría fallida. La frase pertinente, y sobre todo impertinente, debe ser: «No se nos ocurre pensar que el futuro de Cataluña no lo van a decidir sus ciudadanos y sí los ciudadanos españoles».
Los problemas que el separatismo tiene con el gobierno del presidente Rajoy solo son una extensión lógica e instrumental del problema por antonomasia, que es el que tiene el gobierno desleal de Cataluña, y la minoría de españoles que lo apoyan, con la gran mayoría de ciudadanos españoles. Los articulistas lo dan a entender en otro párrafo: «Tal vez sea injusto atribuir al presidente Rajoy, a su Gobierno y a su partido esa actitud en exclusiva. Observamos con pena y tristeza que esa misma posición, sin ningún tipo de matiz, la comparten PP, PSOE y Ciudadanos». No es difícil entender el porqué, por más que el separatismo eluda mentar su auténtica bicha, que es el pueblo español. Es decir, la comunidad de ciudadanos firmantes en 1978 de un contrato entre sí mismos que para cualquier revisión necesita el concurso de sí mismos. El grave problema del gobierno de la Generalidad no es Rajoy ni esos partidos sin matices. Su problema son las más de tres cuartas partes de ciudadanos españoles (según las estadísticas disponibles) que consideran de lógica, de ley y de justicia que el poder político les consulte sobre cualquier cambio que afecte a sus derechos fundamentales.
Ni el separatismo ni el mórbido tercerismo aluden nunca a este asunto central. Los primeros porque impugna de raíz su palabrería sobre la democracia; los segundos porque sufren una mutación según San Juan y la verdad los hace ciegos. Pero no son los únicos. Aún está a la espera el día iniciático en que, para rechazar el plan separatista, Rajoy, Rivera o algún socialista primario dejen de invocar la ley en abstracto y exhiban la voluntad concreta y actualizada de la inmensa mayoría de españoles.