Ignacio Marco-Gardoqui
Visto desde una perspectiva individual no hay nada que decir. Cada uno tiene la libertad de decidir o, al menos de intentar, canalizar su futuro profesional como desee. Hay a quien le gusta la seguridad en el empleo y no desea depender de la evolución de cosas tan caprichosas como es el mercado, aunque su aportación laboral sea más o menos anónima. Y hay quien no puede vivir atado a una silla sin participar directamente en su destino.
Lo que resulta extremadamente peligroso como sociedad es que la mitad de los españoles situados en la franja de edad laboral prefieren el calor de ‘lo público’ y preparan oposiciones para evitar la incertidumbre de ‘lo privado’. Este dato, conocido esta misma semana, apunta a una sociedad demasiado temerosa, con una exagerada aversión al riesgo y con escasa confianza en el futuro.
Es evidente que la situación del empleo juvenil es lastimosa más que mala. Mantenemos un porcentaje de paro en esa franja de edad que nos sitúa en cabeza de tan innoble lista a nivel europeo, en dura pugna con Grecia, y lo hace con una persistencia total que no admite influencia de los vaivenes de la coyuntura. Si hace tanto frío a la intemperie es lógico que la gente trate de acurrucarse en el generoso y cálido regazo de la administración pública.
Pero lo que es comprensible a nivel individual se convierte en un grave peligro a nivel colectivo. Una sociedad temerosa es una sociedad paralizada. Y una sociedad que no valora y huye en exceso del riesgo es una sociedad que compromete seriamente su futuro. Por supuesto que una sociedad moderna necesita médicos, jueces, policías y bomberos, pero necesita también, y antes, generar riqueza para obtener los recursos que el sistema necesita para sostenerse en pié. Es decir, necesita empresarios que arriesguen dinero y comprometan su futuro personal en proyectos de creación de riqueza y empleo.
La coyuntura económica es incierta y el futuro competitivo es cada día más exigente. Si además le añadimos la clara animadversión del Gobierno, que dedica a los empresarios más improperios y juicios negativos que apoyo y reconocimiento, unidos a la generosidad de las ofertas públicas de empleo, comprenderemos que los datos de aspiraciones colectivas son lúgubres pero lógicos.
En España pensamos que ‘siempre hay alguien en algún lugar que tiene la obligación de crear el puesto de trabajo que yo tengo derecho a ocupar’. Y claro, como no es así, como esa afirmación es falsa, tenemos demasiados supuestos derechos sin satisfacer y demasiados jóvenes en paro.
Sin duda alguna hay toda una problemática económica detrás de esas carencias, pero nunca las arreglaremos si no entendemos bien lo que significan las estadísticas que comentamos.