«LO QUE ESTAMOS haciendo es una carretera que muy pronto terminaremos. ¿A dónde partiremos después? De eso no sabemos nada, parece que el Gobierno francés ignora que existimos. Nos roban tiempo y dinero ¿Recuerdas este refrán?: cuando teníamos tiempo no teníamos dinero y cuando tenemos dinero ya no tenemos tiempo». El tiempo de Marcelino Sanz se estaba acabando. Nacido en 1894 en Alcorisa, un pueblo del bajo Aragón, siguió el itinerario de la mayoría de los españoles que acabaron en los campos de la muerte. Poco antes de terminar la Guerra Civil, cruzó los Pirineos en la retirada de Cataluña. Desde Argelès escribía a diario a su familia, desplazada a la otra punta de Francia, a más de 300 km de allí. Esta fue la última carta que escribió a su mujer, el 1 de junio de 1940, desde un campo de trabajo cercano a Metz. Apenas dos semanas más tarde, el ejército alemán desfilaba por París, y el destino de todos los españoles en suelo francés se tornaba cada vez más dramático.
Hay que recordar, sin embargo, que mucho antes del establecimiento del Gobierno de Vichy, los republicanos españoles flotaban en un limbo jurídico que terminó precipitando su deportación masiva hacia el interior de Europa. La lentitud en la tramitación y finalmente la denegación de su status de refugiados los convirtió automáticamente en apátridas. El sistema de la Sociedad de Naciones y el precario equilibro europeo de entreguerras se extinguían, y con ellos las garantías y los derechos, empezando por la nacionalidad, de las minorías y grupos de desplazados que vagaban en tierra de nadie. Sus consecuencias fueron terribles para miles de personas que, de forma inmediata fueron deportadas para realizar trabajos forzados y paulatinamente eliminadas una vez comenzada la Guerra Mundial. De ahí que cualquier similitud o intento de apropiación de aquella experiencia quede hoy fuera de lugar. No solo porque corre el riesgo de banalizarla, como tantas veces se ha dicho parafraseando a Hanna Arendt, sino porque desvirtúa su propia memoria, como ha mostrado Todorov en el caso soviético, a través de los más variados ejemplos de filibusterismo político. Si queda algo internacional en la historia reciente europea, es el mapa de los campos de concentración, de aquella gran torre de babel de orígenes y lenguas distintos que escucharon Primo Levi, Semprún o Margaret Buber.
El impacto de las imágenes filmadas por los aliados al entrar en los campos sobre la atormentada conciencia europea fue decisivo para construir una idea de Europa unida sobre la base de los derechos humanos, de ahí que el revisionismo histórico y el negacionismo, socaven precisamente la base de la raíz democrática moderna. Cuando la historia estorba, se aparta. Por eso las fuentes documentales siguen siendo absolutamente fundamentales y básicas, sobre todo, por su enorme valor probatorio. El cotejo de los libros de registro de los fallecidos en Mauthausen-Gusen, que un equipo de investigadores de la UCM hemos realizado por encargo de la Dirección General de Memoria en el Registro Civil de Madrid, cumple una doble función reparadora y legal para inscribir por fin su fallecimiento, pero tiene una indudable dimensión histórica, ya que rompe con esa resistencia a no insertar la Guerra Civil española en la onda expansiva de la II Guerra Mundial y seguir desvinculando el Régimen de Franco del Eje alemán.
Desde el verano de 1940, los trenes cargados de esclavos para el sistema concentracionario nazi se fueron llenando de catalanes, vacos, andaluces, aragoneses, madrileños, manchegos, gallegos etc., gentes de todos los rincones peninsulares. La mayoría habían trabajado en la construcción de las fortificaciones y defensas francesas y eran muy apreciados como obreros especialistas. Pronto trataban de agruparse familiarmente, por afinidad política y por cercanía a los pueblos de origen. Manuel Rifaterra era también de Alcorisa, y posiblemente estuvo junto a Marcelino en el momento de su muerte, el 19 de julio de 1941. Allí vio morir a muchos más, ya que sobrevivió hasta el final gracias a su destreza como albañil. En los cuatro primeros años de guerra fueron internados en Mauthausen hasta 7.532 españoles, motivo por el que fue conocido como el campo de los españoles, aunque siempre convivieron con húngaros, soviéticos, polacos, checos, franceses… La mayoría ingresaron entre los años 1941 y 1942. A partir de entonces siguieron llegando españoles, pero en menor medida, la mayoría acusados de participar en las actividades de la resistencia francesa.
Emplazado en el corazón de la red de campos de concentración austriacos, Mauthausen-Gusen se erigió como un complejo de tercera categoría, calificación con la que se distinguía a aquellos campos especialmente duros donde los internos trabajaban hasta la extenuación y la muerte. En su entorno se establecieron otros campos subsidiarios, como Harheim, donde también fue destinado otro amplio contingente de españoles. El destino de la mayoría, hasta completar los 10.000 republicanos que fueron deportados desde Francia, pasó por Dachau, Buchenwald o Auschwitz, pero aún no se ha podido reproducir al completo dada su variedad de destinos. Una dificultad añadida a su dispersión fue la llegada de un tipo distinto de trabajadores que enviaba España a la economía de guerra alemana, fruto de los acuerdos reservados de cooperación mutua entre ambos países. De ahí la importancia de trabajar con fuentes primarias fiables y no con estimaciones o informaciones parciales. Tras cotejar los registros más aproximados, los conservados por la Asociación Amical de Mauthausen, con los libros de fallecidos certificados por Francia, la cifra asciende a 4.435. Un balance muy trágico, ya que antes de terminar 1944 habían muerto casi el 59% de los españoles que habían ingresado en aquel complejo.
El estudio de la cifra de fallecidos, además de cumplir su función civil registral, abre nuevas posibilidades de investigación. La mayoría de trabajos realizados hasta la fecha son biografías, memorias u homenajes conmemorativos. A partir de 2005, se han ido sucediendo artículos, tesis doctorales y distintos trabajos que constituyen el tronco del material científico existente en torno a los españoles deportados a los campos nazis hasta ahora. El conocimiento de las cifras de entrada, a través de los números que recibían como identificador único, puede ser contrastado, a partir de este momento, con las bajas o defunciones. Es posible, además, incorporar otras variables utilizadas desde hace tiempo en los estudios de otros países. Las posibilidades de realizar estudios comparados no deben centrarse únicamente en los engranajes totalitarios en los que desaparecieron millones de personas. Pueden servir para comprender la naturaleza de un fenómeno complejo visto también por las propias víctimas, en un momento en que la capacidad humana era llevada al límite. Para ello hay que cruzar distintas informaciones, todavía difíciles de validar. La correspondencia en los campos, por ejemplo, estaba severamente vigilada. Cada interno podía escribir y recibir mensualmente dos cartas o dos tarjetas postales de sus parientes. Las cartas no podían contener más de 15 renglones y las tarjetas solo diez. Todo lo demás, los sobres, las fotos, era incautado.
ESOS MATERIALES podrían servir para poner rostro, por fin, a todos los nombres de Mauthausen, en su lucha contra el tiempo. Queda también la correspondencia que escapaba a la censura. El 2 de marzo de 1941 Marjorie McLleland escribió a los Quaqueros de Filadelfia, narrando lo ocurrido la noche anterior, cuando llegó un convoy de 20 españoles del campo de Vernet que eran trasladados a Austria. «Eran un grupo de aspecto apesadumbrado, ojeroso, pálido, vestido con harapos, sucios y desesperados. Algunos eran casi niños, y otros parecían increíblemente viejos. Se sentaron en silencio, esperando la comida, con miradas inexpresivas, golpeados, como carentes de toda emoción, sin esperanza, ni temor. Pero cuando empezamos a servir los platos de frijoles humeantes, una chispa entró en sus ojos. Pero, ¿cómo os lo podemos agradecer?, dijo uno de ellos, he salido de la noche y me distéis de comer». Por estas y otras tantas razones, la de Mauthausen-Gusen sigue siendo una historia de la opresión, esencialmente, humana.
Gutmaro Gómez Bravo es profesor titular de Historia Contemporánea UCM y coordinador de A vida o muerte: la persecución de los republicanos españoles (FCE, 2018). Su último libro publicado es Geografía humana de la represión franquista (Cátedra, 2017).