Florentino Portero-El Debate
  • En los próximos meses asistiremos a una seria tensión internacional en la que el gobierno, sin presupuestos y atenazado por la deuda, sentirá la tentación de jugar, una vez más en la historia de los socialistas españoles, la carta antinorteamericana y ahora prochina

Se acabaron las bromas. Trump ha vuelto a la Casa Blanca y tiene prisa por reordenar los fundamentos de la acción exterior de Estados Unidos. Si Obama inició el desenganche, apostando por una presencia más retraída, ayudando a quien se ayuda pero sin asumir más protagonismos que los estrictamente necesarios, Trump actúa desde una perspectiva nacionalista, dejando de lado toda la tradición multilateralista acumulada desde la II Guerra Mundial. El futuro de la Alianza Atlántica depende de su reacomodo a una nueva valoración de los intereses nacionales de las partes, comenzando por los norteamericanos.

Tras los intereses llegan los compromisos. En una alianza, formalmente en un sistema de defensa colectivo, lo primero es disponer de las capacidades humanas y materiales adecuadas. Sin ellas un aliado es sólo una carga y resulta obvio que es mejor no tener aliados de esa condición. Las capacidades son la consecuencia de años de trabajo: evaluando amenazas, diseñando estrategias, eligiendo sistemas de armas adecuados y formando a las unidades. Todo eso cuesta dinero. Hablamos de inversión y no de gasto porque se trata de garantizar la libertad y bienestar. Una inversión que tiene que mantenerse en el tiempo para poder ejecutar con profesionalidad y criterio la estrategia aprobada y asumida.

Decía el presidente Sánchez a nuestros embajadores, hace apenas unos días, que en ningún manual está escrito que gastar en armas sea garantía de seguridad. Recordaba mientras leía su intervención aquella anécdota que se contaba en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad Complutense en mis días de estudiante. En una sesión de claustro a uno de los catedráticos se le ocurrió decir esa frase tan manida de «sobre gustos no hay nada escrito», ante lo que Ortega no pudo, o no quiso, reprimirse y apuntó «hay enteras bibliotecas al respecto, otra cosa es que usted las haya leído». La relación entre inversión y seguridad está recogida en infinidad de manuales y obras especializadas, lo que no ha sido impedimento para que nuestro osado presidente haya dicho tamaña tontería ante nuestros pobres embajadores.

La mejor forma de solucionar un problema es no crearlo. La mejor garantía de seguridad es convencer a nuestros enemigos de que no compensa iniciar un conflicto porque, incluso ganando, el coste de la victoria sería inasumible. A eso lo llamamos «disuasión», la forma más sofisticada e inteligente de vivir en paz, sin olvidar que la guerra es el estado natural y que la paz es sólo el resultado de la voluntad y de la inteligencia.

Sánchez es dueño de sus palabras, pero sería injusto cargarle con la responsabilidad del lamentable estado de nuestra defensa. Esa responsabilidad es compartida con el conjunto de fuerzas políticas presentes en el arco parlamentario. Ninguna de ellas se ha destacado a lo largo de estas últimas décadas por exigir una estrategia seria y unos presupuestos apropiados. Bien al contrario, algunas han hecho de la seguridad nacional campo de enfrentamientos demagógicos.

Ya desde los años de Bush venimos escuchando a los dirigentes norteamericanos quejarse de nuestra desidia, cuando no desinterés, por estos temas. La Transición buscó poner fin al aislamiento al que se había sometido a la España de Franco y volver a situar a la nación en el lugar que le correspondía. El ingreso en las Comunidades Europeas y en la OTAN se interpretó en clave doméstica, sin valorar todo lo que conllevaba de exigencia. Los gobiernos de entonces querían garantizar la estabilidad del nuevo régimen, el de la Constitución de 1978, y eso exigía formar parte del selecto club de las democracias occidentales. La OTAN nos protegía y las Comunidades permitían que nuestros productos entraran sin barreras arancelarias en otros mercados, al tiempo que recibíamos fondos para acelerar nuestra modernización. Lamentablemente, ese mundo ya no existe. Rusia es una «amenaza», China un «riesgo sistémico» y nuestra amplia frontera sur un foco de inestabilidad formidable. Tanto la Alianza Atlántica como la Unión Europea fueron creadas para afrontar este tipo de situaciones. Tenemos los instrumentos, pero falta todo lo demás.

Ante la presión de Estados Unidos para que los aliados se tomen en serio la defensa surgen entre nosotros voces que nos recuerdan que los españoles no sienten la necesidad de invertir en este terreno, que prefieren hacerlo en políticas sociales. Ciertamente no conozco ninguna sociedad que no quiera disponer de mejores servicios sociales, pero aun así cuidan su defensa, porque valoran su libertad. Lo característico de España es que la clase política no ha hecho ningún esfuerzo por educar a la población en todo lo relativo a la acción exterior. No es pues de extrañar que no perciban amenazas y, consiguientemente, no quieran desviar recursos de otras finalidades.

Hoy el problema se ha agravado por la fractura parlamentaria que ha supuesto la erección de muros y por el grave deterioro de los discursos, de uno y otro lado. Por todo ello en los próximos meses asistiremos a una seria tensión internacional en la que el gobierno, sin presupuestos y atenazado por la deuda, sentirá la tentación de jugar, una vez más en la historia de los socialistas españoles, la carta antinorteamericana y ahora prochina. Mientras, la oposición, desnortada, tratará de evitar caer en debates ingratos que puedan tener un coste electoral, pero sin ofrecer una alternativa razonable. El que el máximo responsable del Partido Popular en estos temas haya calificado al presidente de los Estados Unidos, nuestro principal aliado, de «macho alfa de una manada de gorilas» da una idea del nivel de responsabilidad y profesionalidad que prima en Génova. Preparémonos para lo que se nos viene encima.