IGNACIO CAMACHO-ABC
La sacudida tectónica depende de que 300.000 catalanes escépticos se decidan a comprometerse con su propio destino
HAY un signo de optimismo en esta larga precampaña abierta desde la aplicación del artículo 155. Y es que por primera vez desde 2012, en las elecciones catalanas no se ventila un proceso de secesión sino el futuro del secesionismo. No es el camino hacia la independencia sino la continuidad en el poder de sus partidarios lo que está sometido a un encubierto plebiscito. Ésa es la gran novedad del 21-D, la que le otorga un carácter decisivo: que existe una posibilidad, complicada pero verosímil, de que las urnas otorguen la victoria al constitucionalismo. De que el gobierno de Cataluña deje de ser un predio manejado por los nacionalistas en régimen de monocultivo.
Depende de trescientos mil votos. Ésa es la cifra aproximada en que los expertos electorales cifran el salto cualitativo. Trescientos mil ciudadanos que habitualmente no votan en las autonómicas porque tienden a considerarlas un coto privado del nacionalismo, y que si se movilizasen podrían provocar un vuelco político. El trasvase de sufragio entre bloques será mínimo y además puede tender a embalsarse en la ambigüedad populista, cuya postura anfibia esconde la clara inclinación hacia los postulados del soberanismo. El gran corrimiento de tierras, la sacudida tectónica, sólo se puede producir si esos catalanes habitualmente ausentes, cansados, escépticos o descomprometidos, se decidiesen a intervenir en su propio destino.
Por eso tiene lugar esta batalla dialéctica entre los socialistas y Ciudadanos, con el PP como participante descolgado. Están disputándose la primacía y el voto útil, el liderazgo del cambio. Todos, también los independentistas, saben que la mayoría es muy difícil, y que la presidencia saldrá de cábalas de despacho. De pactos en los que Miquel Iceta, situado en una posición central del tablero –no por su propia posición, sino por las de los demás– tratará de sacar partido al margen de su resultado. Las descalificaciones, los ataques, los agravios, el fuego cruzado, son parte de una escenificación de tintes dramáticos. El mismo juego que rige al otro lado, donde un Puigdemont coaligado consigo mismo ha optado por la radicalidad estrambótica para mantenerse desde la distancia en primer plano. No le importa que fuera de su propio bloque de simpatizantes abducidos lo tomen por un payaso; lo que le interesa es ganarse su espacio de referencia frente a un Junqueras que se consume en prisión ante el protagonismo de su verdadero adversario.
Puro teatro; al final, con los votos recontados, se entenderán los que puedan entenderse, los que estén en condiciones de sumar en el reparto. Y ahí el PSC tiene ventaja porque puede bascular en ambas direcciones y darle valor estratégico a sus escaños. Hasta que ese momento llegue, la campaña será un debate de rivalidades en el interior de cada bando. Hacen falta trescientos mil electores nuevos para romper esos espejos falsos.