IGNACIO CAMACHO-ABC
- La abstención es la única postura coherente y sensata para una conciencia liberal en esa Francia ultrapolarizada
Dramática papeleta la de los liberales en Francia, cautivos entre dos extremismos separados por la más hueca y absoluta nada. Como para echarse a cruzar a nado el Canal de la Mancha… si no fuera porque al otro lado hay también una nación institucionalmente devastada por el populismo del Brexit y su colección de patrañas. Como en la Argentina escindida entre el peronismo y Milei, la abstención es la única postura coherente para una conciencia moderada salvo en aquellas escasas circunscripciones donde el centrismo ha logrado pasar la criba mayoritaria. El ‘ballotage’, la segunda vuelta que algunos quisieran en España, representa el cénit de la polarización ciudadana; De Gaulle lo reimplantó para asentar el bipartidismo y reducir la influencia de los comunistas en la Asamblea, pero no tuvo en cuenta la posibilidad de que la última carrera se dirimiese entre dos fuerzas dispuestas a desmantelar el sistema. Si nadie lo remedia, la misma disyuntiva que espera dentro de tres años en la Presidencia.
Gracias a ese dominio con que la izquierda dirige la conversación pública se ha extendido la idea de que el Nuevo Frente Popular de Melenchon es menos nocivo que el lepenismo. Una coalición radical de ‘trotskos’, poscomunistas, ecologistas, anticapitalistas de todo tipo, la llamada Francia Insumisa y los restos de un Partido Socialista autodestruido, encabezados todos por un furibundo antisemita divulgador de bulos conspirativos contra los judíos. El programa de esa alianza, aunque por ahora ha postergado las propuestas de proceso constituyente y revisión de los tratados europeos, hundiría en pocos meses la economía de un país con serios problemas para equilibrar el Presupuesto de un Estado de bienestar gigantesco. Para entendernos, sería como entregar el Gobierno del segundo mayor contribuyente de la UE –y su única potencia nuclear– a una versión corregida, depurada y aumentada de Podemos.
Enfrente, el nacionalismo xenófobo y autoritario de Marine Le Pen, que también plantea un descomunal aumento de gasto, con parecidas reticencias al proyecto comunitario y un imberbe candidato a primer ministro sin estudios ni experiencia de trabajo. Ambos rivales profesan, además, una simpatía mal disimulada por el régimen putiniano, siempre afanado en desestabilizar democracias con sus quintacolumnistas bien situados. Un alarmante panorama que sin embargo va a movilizar a millones de votantes hastiados de los partidos clásicos y dispuestos a echarse en brazos de estos tribunos expertos en la agitación de instintos primarios. La única esperanza consiste en que Macron haya decidido apostar por el mal menor de quemarlos en una gobernanza tutelada –la cohabitación– para que el pueblo se vacune de fracasos antes del final de su mandato. Pero él tampoco tiene sucesor, va tarde para inventarlo y, en todo caso, siempre es peligroso jugar con el desencanto.