Cristian Campos-El Español
Cuando yo estudiaba periodismo, las opciones para un periodista de Barcelona eran cuatro: prensa, radio, televisión o mamporrero del departamento de comunicación de algún partido nacionalista.
Huelga decir que los únicos de mis compañeros que se han acabado ganando excelentemente bien la vida han sido los que enfocaron rápidamente su carrera hacia este último sector.
En cualquier caso. El porcentaje de alumnos interesados en esos cuatro sectores era a ojo de buen cubero 10% (prensa), 20% (radio), 65% (televisión), 5% (mamporrero).
En mi cabeza de veintañero, el periodismo verdadero era el escrito y el radiofónico. A la televisión ni siquiera la consideraba periodismo, sino espectáculo con barniz de periodismo. El rechazo que sentía por los del último grupo era infinito y, sobre todo, mutuo.
Superados los 45, continúo pensando más o menos lo mismo, con las excepciones de rigor.
Mis profesores preferidos siempre fueron los más impopulares entre el resto de mis compañeros. Los más populares me parecían malos actores, pero siempre me sorprendió su carisma. Era el mismo tipo de carisma que el de Manuela Carmena, ese que parece diseñado para atraer a adolescentes a la búsqueda de una madre que les amamante hasta la jubilación.
Había otros profesores condenados a dar clase, e incluso a escribir libros, sobre áreas de conocimiento sin objeto conocido. Como por ejemplo Historia del Periodismo Catalán. Estos últimos acababan siendo personajes trágicos. Podías salir licenciado de la universidad sin haber oído hablar del New York Post, pero sabiéndolo todo sobre La Gazeta de 1641.
Pero los más intensos, con mucha diferencia sobre el resto, eran aquellos a los que no se les caía la palabra deontología de la boca.
Los que intentaban convencernos, y convencerse a sí mismos, de que el periodismo es una ciencia y que la verdad aflora, como si fuera una reacción química, con sólo aplicar a los hechos una ridícula caricatura del método científico: tres fuentes, búsqueda de la objetividad, responsabilidad social del periodista.
Este último punto era el más peliagudo porque en boca de los deontólogos, «social» siempre quería decir «de izquierdas».
En eso demostré, sin ser consciente de ello en aquel momento, un escepticismo a prueba de bomba. Durante la carrera de derecho me sentí mucho más identificado con la tercera vía del derecho, la del realismo jurídico, que con las dos filosofías dominantes: las del naturalismo y el positivismo.
Aterrizado en la carrera de periodismo, esa inclinación natural hacia el antiidealismo se convirtió en un rechazo de la pureza periodística y el mito de la objetividad. Yo veo Spotlight, o Los archivos del Pentágono, o Frost/Nixon, y sólo veo un periodismo idealizado y artificioso. Tan real como los abogados de polipropileno de Ally McBeal.
Pero veo Primera Plana e identifico a sus personajes con periodistas reales. «Al infierno el terremoto de Nicaragua, me importa un pimiento que haya cien mil muertos… ¿El campeonato de liga? Inclúyelo». Es una comedia de Billy Wilder, pero ahí está el kilómetro sentimental en todo su esplendor. Hay más periodismo en esa frase que en toda la carrera de Periodismo.
Hace unos años no existían las agencias de fact-checking. El fact-checking te lo hacían tus jefes, los lectores y los tribunales. Era un buen trato basado en el respeto a la inteligencia del lector, a la del periodista, a la libertad de prensa y a la libertad de expresión. Era un trato entre adultos responsables.
Ahora, el fact-checking te lo hacen agencias con una agenda política obvia y que se han arrogado el poder de decidir qué noticias son bulos y cuáles no lo son. Agencias que dedican buena parte de su tiempo a desmentir memes de adolescentes o a defender la idea de que «72 horas» no son «varios días».
Cuando yo escribía crítica musical escuché muchas veces, de boca de algunas de las bandas que entrevisté, que los críticos musicales son sólo estrellas del rock frustradas. «Escribir de música es como bailar sobre arquitectura», dijo Frank Zappa.
Últimamente, le oigo decir a muchos periodistas que «los censores» –así les llaman– de las agencias de fact-checking sólo son periodistas frustrados que disfrutan señalando a los verdaderos periodistas. No sé si eso es cierto. Sólo sé que yo jamás trabajaría en una de ellas.
De lo que sí estoy convencido es de que muchos de los chavales que trabajan en esas agencias creen, honestamente, que están trabajando por un mundo socialmente responsable. Que están batallando contra el poder, cuando son una de sus principales herramientas. Limpiando la propaganda de cualquier mota de verdad. Creyéndose científicos del periodismo cuando el oficio periodístico es cualquier cosa menos una ciencia.
¿Se darán cuenta de lo mucho que se parece su trabajo al de los Comités de Defensa de la Revolución cubanos?
Qué destino más triste para un periodista. Desconozco cuántos estudiantes hay ahora mismo matriculándose en periodismo con la idea de acabar trabajando como fact-checker del visillo en una agencia cuyos servicios no han sido requeridos por ningún periodista, sino por Gobiernos y por CEOs multimillonarios de redes sociales.
De lo que estoy seguro es que, de haber coincidido en la carrera de periodismo con ellos, habrían logrado que me cayeran bien hasta los mamporreros.