Juan Carlos Girauta-ABC
- Quienes hemos frecuentado esos pasillos y salones sabemos del olvido que ha caído sobre los más tenaces conspiradores del Lhardy
De noche, en el hemiciclo vacío y a oscuras, persiste el rumor de las oraciones del Convento del Espíritu Santo, que estaba donde el Congreso. Sobre ese fondo, apenas un susurro por el tiempo transcurrido, pero susurro imborrable como todo lo sagrado, resuenan de vez en cuando pedazos de proclamas, fragmentos de discursos que conservan la memorable oportunidad del uno, el hallazgo feliz del otro, momentos de inspirada oratoria de algunos gobernantes y parlamentarios. Lejos del contexto decimonónico, condenados a torcer las interpretaciones del breve y bravo tiempo republicano de los treinta, aburridos por las décadas de procuradores franquistas, probablemente no entenderemos el motivo de la extraordinaria fuerza de aquella frase, la estrella del orador que conecta de súbito con la historia, sabedor de que deja palabras indelebles.
Nacidos para el arte de explicarse con facundia y levantar a la audiencia del asiento, del escaño, a los más afortunados los han premiado con estatua en Madrid o con busto en el Congreso mismo. Pero quienes hemos frecuentado esos pasillos y salones sabemos del olvido que ha caído sobre los más tenaces conspiradores del Lhardy. Ya solo queda el bronce apresurado por el día, y las voces inexplicables, fantasmales, en la noche sin oídos. Y el guardia dormita, se sobresalta, se acomoda y luego sueña.
Votaban a un presidente del Poder Ejecutivo de la Primera República cuando Pavía entró. Pero no intenten ninguna psicofonía en busca del eco de los cascos. En contra de la difundida leyenda, el general no entró a caballo. No le plugo la destitución de Castelar, el azote de Isabel que sí se ganó varios monumentos. Debemos el de la Castellana al levantino Benlliure. Los dedos largos y desplegados de la mano derecha, como formando a lo lejos media estrella, apoyada la izquierda en el escaño de enfrente, son el modo en que la materia inerte le cuenta al caminante qué es la elocuencia. Un ‘déjà vu’ del XIX tuvo Santiago Carrillo el 23 de febrero de la vergüenza: «Pavía llega antes de lo previsto», le dice a Jordi Solé Tura. Desde el suelo, encogido, mi profesor tira del pantalón del viejo líder comunista para que adopte la misma precaución que todos, excepción hecha de Suárez y Gutiérrez Mellado. Pero Carrillo se niega. Ya ha tenido demasiado exilio, o acaso da por hecho que lo van a matar sin importar la postura del cuerpo. Así que prefiere la digna posición sedente, al cabo la propia de un diputado.
El escultor realista que hoy quiera dejar en mármol, bronce o granito el reflejo de la realidad pedirá a su modelo que, además de permanecer sentado, incline la cabeza. Lo normal es mirar el móvil mientras el orador de turno castiga el castellano desde la tribuna. Y eso que lee el escrito de un asistente. Cuando se venga arriba y opte por improvisar, no acertará con una frase entera que luzca en el Diario de Sesiones.