Pedro Insua-El Español
 

«Las libertades locales o provinciales poco pueden resistir sin la libertad general… Es verdaderamente irrazonable la creencia de que se puedan crear y mantener aquellas sin el concurso de ésta. Es, desde luego, el sueño de algunos, pero puro sueño» (Tocqueville, Fragmentos sobre la Revolución).

La idea de revolución en España, a principios del siglo XIX (que figura frecuentemente en la literatura de la época), frente al estado de cosas que representaba el Antiguo Régimen, significó la reivindicación de la Nación (frente al rey) como instrumento político. Es decir, significó que los derechos políticos se obtienen por el hecho de haber nacido español, sin excepciones ni reservas (sin privilegios) de ningún tipo («todos los españoles de ambos hemisferios»), o por el hecho de, naciendo en el extranjero, haber obtenido la nacionalidad española.

En este sentido, el jacobinismo, como postura más radical, más revolucionaria, significaba que la historia no hacía al derecho, sino que este procede del poder político, o sea, del Estado. Esos «derechos históricos» que reclaman los nacionalistas regionales son, sencillamente, un híbrido sin sentido, un baciyelmo. No existen los derechos «históricos». La historia no es fuente ni justifica el derecho, sólo lo hace el Estado.

Si se reconocen unos derechos especiales a los catalanes, a través de un Estatuto («libertades locales o provinciales» en términos de Tocqueville), no es porque tengan «derechos históricos», sino porque el Estado autonómico, el actual (no el histórico), le reconoce tales derechos. Y es que en la realidad política en la que vivimos es la de Robespierre, no la de Burke, ni la de De Maistre. Tampoco la de Marx, ni la de Lenin.

La vía estrecha foral y estamental de adquisición de derechos (que en el caso de España se produjo ganando palmo a palmo terreno al islam en la Baja Edad Media), cuyo motor característico fue el privilegio o favor real, determinó un régimen de propiedad concreto: el institucionalizado a través del Antiguo Régimen. Desde la pressura al donadío, fue durante ese largo proceso histórico, en los repartimientos de los territorios conquistados al islam, cuando se institucionalizó ese régimen de propiedad del suelo que las revoluciones contemporáneas transformaron.

Es a través de la vía ancha nacional, revolucionaria, de adquisición de derechos como el régimen de propiedad cambia y aparece la idea de patrimonio nacional. El territorio es de la nación, en su integridad, como titular de la soberanía. Y dispondrá de él, en tanto que propiedad común, a propósito de las grandes transformaciones que se producen en el siglo XIX con la revolución industrial (instalación de gran industria, ferrocarril, ensanche urbanístico, comunicaciones, etcétera).

[ERC presume de tener a Sánchez en sus manos: «Es una ocasión de oro, Junts no la debe echar a perder»]

El cambio revolucionario, que fija a la nación como sujeto político, como sujeto de derechos, tiene una base territorial que es, virtualmente, todo el territorio. La propiedad privada queda subordinada a la acción del Estado, que es quien ordena las leyes y los grandes códigos generales (Penal, Civil, de Comercio, etc.). Ya no operan los fueros particulares, que eran la célula del ordenamiento jurídico del Antiguo Régimen. Una derivación de esta acción revolucionaria es que sólo el Estado tiene capacidad recaudatoria de impuestos. Ni la Iglesia ni la nobleza tiene tal capacidad, monopolizada por el Estado.

Apelar ahora, para justificar derechos, a los fueros históricos, no tiene más sentido que aquel que el Estado actual quiera darle, pero esto no tiene significado histórico alguno. Del mismo modo, los estatutos autonómicos giran en torno a la pretensión, completamente idealista, de que los derechos estatutarios emanan de la patria regional, del terruño, y que el Estado tiene que reconocerlos.

Es un espejismo, porque es el propio Estado quien genera vías estrechas estatutarias sin que ello signifique, de ningún modo, una vuelta al régimen foral, sino un fraccionamiento que pone barreras y obstaculiza la igualdad nacional de derechos.

La Constitución y los códigos decimonónicos son una especie de Ave Fénix que se levanta de las cenizas del Antiguo Régimen. Si algún ordenamiento anterior es reconocido por el Estado como vigente, su vigor no procede, ni puede proceder nunca, de la Historia, sino del Estado.

En definitiva, Fuero (histórico) y Código actual son incompatibles. Pretender meter en una Constitución, como fuente de derechos, a un fuero regional o local, es un «puro sueño», en efecto. O, más bien, una pesadilla.