- Los románticos cobardes, los que hubieran sido tontos clásicos, barrocos o románticos, en la Península y a orillas del Danubio, sólo esos llevaron las sombras del romanticismo a la política, y hablaron de alma nacional.
A garrotazos, dicen que llevamos nuestra alma a garrotazos, el alma de nuestro pueblo partida.
Que nos representa Goya en sus últimos años, en su habitación oscura, en sus frescos negros, pinturas de enfermedad, de adiós y de olvido.
España de superstición, de envidia, oscuridad, ignorancia y de raquitismo en el rostro, en la inteligencia y en el alma.
Y, bueno. Relevante no sé, oigan. Doctores tiene el Arte. Pero, en mi opinión, éste es el más representativo. Picasso nos pintó el Guernica, pero Goya nos pintó el alma. pic.twitter.com/XVDKo5ROat
— Arturo Pérez-Reverte (@perezreverte) August 3, 2025
En el alma a garrotazos, en el alma envejecida, en el alma ignorante, en el alma oscura algunos ven a España. A una parte de España. A su alma, y no a su cuerpo. Porque el cuerpo es múltiple, como múltiples son los órganos, los sentidos y los rasgos de una persona.
Y el cuerpo de España unas veces es lúcido, otras triste, luminoso y festivo como en las praderas de San Isidro, divertido y socarrón cuando mantea a un pelele, sugerente y seductor como una duquesa.
Amante de la creación, unas veces cazador, otras cazado como un perro en el barro o una infanta en su corte.
¿Y entonces por qué elegir la imagen de los garrotazos para representarnos cuando al lado tenemos las de la Pradera de San Isidro? ¿De dónde nos viene esa arbitrariedad nacional-masoquista que prefiere vernos en los días de disputa y no en las tardes de fiesta?
Quizás sea porque las mentes más intelectuales se fascinan con la unidad del alma, y desean esa simplicidad para la política, que por definición es plural y compleja.
Las naciones no tienen alma, tienen cuerpo, y esto ha desesperado a los intelectuales de gusto romántico durante el siglo pasado. El alma, que es unitaria, simple y no compuesta, ofrece una imagen muy poderosa para el nacionalismo. Es fácil de simplificar y, al mismo tiempo, suscita pasiones imposibles de demostrar.
Por eso el romanticismo es la base cromática con la que todos los nacionalismos pintan sus cuadros.
Los románticos del siglo XVIII se encandilaron con las almas y las pintaron oscuras, no porque fuesen tenebrosas, sino porque no les llegaba la claridad de la época de las luces, y en las sombras proyectadas encontraban una verdad que no era explicación ni fórmula, ni peso ni medida, sino misterio, paradoja e indefinición.
Y de las sombras dedujeron una máxima moral, el suicidio. No como negación de la vida, sino como afirmación de lo inalcanzable. ¿Cómo estar a la altura de lo sublime y atreverse siquiera a rozarlo, aunque fuese con una palabra, con un pincel o una cuerda de violín?
Un disparo era la única respuesta a la altura.
Del fogonazo de la pólvora en la oscuridad surgió el rayo de la tormenta y la pasión política, y empezaron a hablar de alma de la nación, no para describir el fenómeno de la política desde lo irreductible, sino para odiar, envidiar y humillar a los pueblos vecinos.
Los románticos bucearon en la oscuridad para sondar el misterio, como sólo un valiente se atrevería a hacerlo a sabiendas de que le tocaría hacer de Cireneo del mundo pagano y cargar con la cruz de una aventura mal planteada.
Sólo esos, los que abrazaron un caballo muerto de fatiga como imagen del descendimiento de una cultura clavada en una cruz con clavos de fría razón, sólo los que pintaron frescos sobre los techos de su casa convertida en cripta, ataúd y mausoleo, sólo esos, alemanes, franceses, italianos, ingleses o españoles, encontraron razón en las sombras.
Los demás, indiferentes a lo sublime, y animados por la negación de la inteligencia, se aventuraron a hablar del alma nacional.
Los románticos cobardes, los que hubieran sido tontos clásicos, barrocos o románticos, en la Península y a orillas del Danubio, sólo esos llevaron las sombras del romanticismo a la política, y hablaron de alma nacional.
Sólo ellos podían dar el salto de la alcoba al Parlamento, y trasladar de revoco a lienzo lo que no había sido pintado para la luz del mundo, sino para los últimos días de Goya hablando con Virgilio.
Sólo los que pasaron de puntillas por el romanticismo pudieron llevar a la política la oscuridad, el misterio y lo imprevisible.
Sólo aquellos fanáticos pudieron ver en un líder, en un partido y en un movimiento lo sublime.
Porque en la nación, por un desliz imperdonable de la irracionalidad, hipostasiaron el alma sagrada de un genio en sus últimos días. Y desde la premuerte de un genio quisieron elevar la grandeza de una patria. Ni Delacroix se atrevió a tanto.
Para la luz de la política, Goya pintó El dos de mayo de 1808. Ahí sí que quiso perpetuar, a golpe de caballería, “las más notables y heroicas escenas de nuestra gloriosa insurrección contra el tirano”.
Goya pintó, más enardecido de sentimiento nacional que Hegel y Fichte, la grandeza de una nación descabezada que expulsaba al usurpador. Cantaba a su rey y mecenas las glorias de un cuerpo que quería cabeza, de un pueblo que llamaba a su monarca, pero no pintaba el alma de su nación, porque las almas se pintan en blanco y negro, ocre, dorado y algún tono de rojo.
Porque las almas, que es lo que descubrieron los románticos cuando leyeron con cuidado a nuestra primera moderna, Santa Teresa, no se sacan a la luz.
Y cuando se exponen a la claridad del álgebra y a la certeza de la mesura, se vuelven locas.
Eso les pasa a las naciones cuando los románticos se lamentan por el alma de sus pueblos, y eso le pasa al nacionalismo cada vez que habla del alma de España.