Es harto curiosa la anatomía política del gobierno. Mientras una parte está preocupadísima porque cree que sus glándulas mamarias, vulgo tetas, nos asustan a los hombres hay otra que se empecina en que no comamos carne mientras que el responsable de la fiambrera, que no cartera, se pone pútrido de bisteles y vaya usted contando; hay quien escudriña nuestro cerebro a ver si somos proclives o antagonistas, quien desea limitar el perímetro de nuestras vidas estrechando ciudades, suprimiendo aviones, automóviles, motocicletas y demás vehículos a combustión sustituyéndolos por velocípedos, patinetes, o el viejo recurso que la infantería emplea secularmente, a saber, desplazarse a golpe de calcetín.
Si ayer hablábamos de las digestiones que padece el sujeto por investir, forzoso es hacerlo de los gases que producen tales comidas. Para tal fin hay un ministro especializado en gases que sabe cuándo, dónde y con quien emplearlos. Vióse como la flatulencia gubernamental se empleó con liberalidad ante unos españoles que habían ido a protestar ante la sede del PSOE en la calle Ferraz. Los gases se apoderaron de aquella gente que estaba pero no se lo esperaba. Dejando las elucubraciones de tertulianos y opinadores de guardia perpetua en garitas monclovitas, servidor desearía echar su cuarto a espadas.
Estoy convencido de que, ante la firme creencia de que quienes se manifiestan ante las oficinillas socialistas de España son unos peligrosos fascistas voxeros, peperos e incluso malos socialisteros, al gobierno encogiósele el intestino delgado así como el grueso y contrajéronse de forma abrupta y asustadiza. Eso produce un movimiento gastro intestinal convulsionado que somete a quien lo padece a un estado proclive a la expansión gaseosa seguida de la visita al retrete, excusado o evacuatorio más cercano.
No basta con decir que son los fascistas, porque eso no pueden creérselo ni quienes lo dicen
Ha contribuido a esos espasmos intestinales conocer que hemos podido ver en infinidad de grabaciones realizadas, no por cámaras al servicio de nadie si no por teléfonos particulares – el algodón ciudadano no engaña – como la indignación crece en la calle. No basta con decir que son los fascistas, porque eso no pueden creérselo ni quienes lo dicen.
Llegados a este punto, encargose al ministro del ramo solucionar el problema y ordenó éste a la policía que, si en Moncloa había gases, era menester que también los hubiera o hubiese, del verbo huber, que diría la Chiqui ministra, en la calle. La policía que, recordémoslo, cumple órdenes, gaseó a quienes allí estaban y entre los que no debía estar ni una sola persona que no estuviera dispuesta a vitorearlos, a defenderlos, a dar la cara por ellos como en tantas y tantas ocasiones. Hállase así perfectamente clarificada la política con respecto a los gases del ministro: en las vallas que nos separan de Marruecos ni un solo bote de gas; en los disturbios que incendiaron Barcelona, arrasaron el mobiliario urbano, vandalizaron el aeropuerto, destrozaron las vías del tren o cortaron la circulación por carretera, ni un gas ni medio; contra las barbaridades perpetradas todos estos años por los CDR, el Tsunami, Arran, o cualquier orate que dijera que las calles serían siempre suyas el ministro no ha sentido el menor deseo de soltar gases, dicho sea con todo el respeto. Pero, ¡ah!, ha sido salir a protestar contra el gobierno la gente que ni incendia contenedores ni rompe escaparates ni agrede a nadie, gente entre la que se encontraban personas de avanzada edad, y los gases han hecho su aparición.
Es lo que podríamos denominar, en buen castellano, flatulencia gubernamental. Que, además, despide un hedor a dictadura insoportable.