José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- El ‘caso’ del ministro de Consumo, Alberto Garzón, es un ejemplo de incompetencia que la Moncloa no controla pese a la torpeza de un personaje tan irrelevante
¿Para qué se libró Pedro Sánchez de Carmen Calvo, vicepresidenta primera del Gobierno, de Iván Redondo, jefe de su Gabinete, y de Miguel Ángel Oliver, secretario de Estado de Comunicación, el pasado mes de junio? Es una pregunta pertinente porque mañana se cumplen los dos años de la investidura del secretario general del PSOE. Sus guardias pretorianos fueron entonces esos tres cargos con despachos en la Moncloa, junto con el superviviente Félix Bolaños, secretario general de la Presidencia bajo la jerarquía del defenestrado Redondo.
En la crisis de julio —que se llevó por delante a José Luis Ábalos y a otros ministros— se quiso ver por los hermeneutas más autorizados un “vuelco de la legislatura”, también una renovación de “sus puntales”, sin faltar aquellos que tradujeron la crisis como un intento de “frenar el desgaste de los últimos meses”. Lo cierto, sin embargo, es que la sustitución de su plana mayor en la Moncloa pareció proponerse un giro: sustituir a personas desconectadas del partido (Redondo y Oliver) por otras con larga militancia en el PSOE tradicional y experiencia en la Administración y así llegar al 40º Congreso de la organización, celebrado el pasado octubre, para reivindicar una socialdemocracia que había quedado desleída por su pacto con Unidas Podemos y su alianza parlamentaria con los nacionalistas e independentistas y garantizar un funcionamiento gubernamental más cohesionado.
Los hechos están desmintiendo esos supuestos objetivos del presidente del Gobierno. Pedro Sánchez sustituyó a la tripleta Calvo-Redondo-Oliver por la de Félix Bolaños (ministro de Presidencia), Óscar López (director de su Gabinete) y Francesc Vallés (secretario de Estado de Comunicación) para que nada, ni en el fondo ni en la forma, cambiase, salvo en un aspecto importante para él: hacerse con unos colaboradores con un perfil bajo, sin afanes de protagonismo mediático, para un mejor control del partido y mayor coordinación del Gobierno desde la Moncloa.
El presidente no ha cambiado ni un ápice en sus comportamientos públicos con aquella sustitución de colaboradores, ni el Ejecutivo funciona más fluidamente. Sánchez persiste en su triunfalismo, como se observó en su balance del año el pasado 29 de diciembre; sigue prometiendo en vano, como se ha acreditado con la reforma laboral en absoluto derogatoria; persevera tozudamente en recrear la realidad, como se ha visto con su afirmación sobre el supuesto logro de que los ciudadanos pagarían en 2021 el mismo precio por la electricidad que en 2018, y todo eso lo hace —y lo proclama— “impertérrito en sus falacias”, como ha escrito el analista económico Ignacio Marco Gardoqui en ‘ABC’ y en ‘El Correo’.
Pedro Sánchez no es un maquiavelista, como suele suponerse. Le cuadran más las tácticas aprendidas de ‘ El Gatopardo ‘, la inmarcesible novela de Giuseppe Tomasi Di Lampedusa. El relato ha pasado de la literatura a la politología porque la ficción de Lampedusa incorpora una serie de reflexiones sobre el fin de época en la Italia de 1860 —entre la monarquía y la revolución de Garibaldi— válidas de manera imperecedera. Es célebre el episodio en el que Tancredi, el sobrino predilecto de don Frabrizio, príncipe de Salina, le espeta a su tío: “Si queremos que todo siga igual, es necesario que todo cambie. ¿Me explico?”. Esa frase tan taimada se ha convertido en uno de los cánones políticos para el cambio cosmético y ocioso, para la perpetuación en el poder, para la consumación de un engaño o para la continuidad en el mando empleando técnicas de falsa renovación.
Las trayectorias de Bolaños, López y Vallés apuntaban a una mayor consistencia política y administrativa y a una cierta rectificación hacia la verdadera socialdemocracia de un Sánchez que la abandonó por una forma de populismo bien empaquetado de contemporaneidad. Pero los tres nuevos colaboradores del presidente son auténticos gatopardos porque han aparentado cambiar la Moncloa sin que nada cambie en la sede de la presidencia del Gobierno. Bolaños ejerce de vicepresidente primero sin serlo, pero su función es la misma que la de Calvo. López elabora para Sánchez similar estilo de discurso y semejantes apariciones a las que supervisaba e ideaba Redondo, con la diferencia de que no se asoma en un medio de comunicación ni por casualidad, y Vallés continúa controlando las preguntas de los medios de comunicación con más habilidad que Oliver —él no aparece— pero con similar efectividad, aunque no, por lo visto, algunas majaderías mediáticas de los responsables de los distintos ministerios.
Por lo demás, el Consejo de Ministros —al que teóricamente debe coordinar Félix Bolaños y cuya agenda de relaciones con la prensa, especialmente la internacional, corresponde conocer y vigilar a Francesc Vallés— es tan frágil o más aún que antes de la crisis. El ‘caso’ del ministro de Consumo, Alberto Garzón, es un ejemplo de incompetencia que la Moncloa no controla pese a la torpeza de un personaje tan irrelevante. Resulta inexplicable que un ministro siga siéndolo tras ser desautorizado dos veces —una de ellas por el propio presidente— por declaraciones intolerablemente perjudiciales para el sector ganadero español.
Esta disfunción —tampoco es menor la de la reforma laboral que deberían apoyar sus socios parlamentarios, a los que no se ha consultado— concierne a los responsables de los servicios de la presidencia del Gobierno cuya labor es ineficiente hasta el momento. Y que se distingue de la anterior etapa porque actúan, al revés que sus predecesores, en la zona umbría de la política, lo que configura una presidencia del Gobierno más opaca que nunca. Para este viaje no hacían falta alforjas.