Editorial-El Español

Pedro Sánchez es consciente de que la legislatura no será viable si no puede contar con Junts para su mayoría de investidura, máxime tras el rechazo del Congreso a la senda de estabilidad presupuestaria la semana pasada.

Por eso, se ha lanzado a la desesperada a tratar de revertir la «ruptura definitiva» con el PSOE sellada por Carles Puigdemont hace algo más de un mes, y así poder aprobar los Presupuestos y agotar su mandato.

La manera de intentar ganarse de nuevo la confianza de su socio determinante ha sido cumplir con la penitencia que ha querido imponerle Junts.

Y la penitencia en sí misma ha consistido en el acto de contrición pública al que se ha prestado Sánchez este lunes, haciéndose entrevistar de forma inusual en la misma mañana y sucesivamente por dos medios catalanes (RAC1 y La 2Cat), para mantener una conversación en clave catalana.

Hace sólo un mes, el presidente del Gobierno aseguraba públicamente que no había incumplido ninguno de los compromisos adquiridos con Junts. Este martes, Sánchez ha cambiado la negación por el tono contrito. Y ha verbalizado media docena de veces su dolor por haber fallado a lo acordado con Puigdemont.

De esa forma, Sánchez ha reconocido sus pecados: los «incumplimientos y retrasos» del acuerdo de Bruselas.

Y lo ha hecho siguiendo al pie de la letra el guion redactado por los secesionistas. Que, además de este reconocimiento público y a título personal, disponía aprobar medidas concretas de las exigidas por Junts, tal y como ha hecho el Consejo de Ministros con el real decreto‑ley que recoge «algunos de los acuerdos» asumidos con sus socios, que Sánchez había avanzado en su entrevista como vía para recomponer la relación con ellos.

Pero, desde el punto de vista político, la demanda más trascendental de Puigdemont ha sido la de desenterrar las tesis del «conflicto político», que Sánchez ha cumplido también religiosamente.

El presidente ha sostenido que para «poder resolver ese conflicto político, que viene de largo» hay que reactivar el acuerdo de investidura de 2023.

Es decir, que la solución a ese «conflicto» pasa por recuperar el «diálogo y la negociación» con Puigdemont en Suiza.

La promesa de Sánchez de cumplir todos los compromisos a los que llegó con Junts supondría sacar del cajón todo lo firmado en el acuerdo de Bruselas.

Es decir, además de las cuatro materias de la discordia habituales (transferencia de las competencias de inmigración, oficialización del catalán en la UE, cesión de los tributos a Cataluña y materialización de la amnistía), avanzar también hacia el referéndum de autodeterminación.

Es cierto que, en el redactado del acuerdo de investidura, el PSOE se reservó que su forma de plasmar el «reconocimiento nacional de Cataluña» no sería el referéndum, sino el «pleno despliegue del autogobierno».

Pero esto equivaldría a retomar de algún modo los artículos del Estatut anulados por el Tribunal Constitucional en 2010, con las consecuencias que ello acarrearía.

Es probable que, como ha sucedido hasta ahora, los guiños de Sánchez a Junts sean más retóricos que efectivos.

Pero lo fundamental es que la resurrección de las tesis del «conflicto político» quiebran el relato de Sánchez sobre la pacificación de Cataluña.

Porque se suponía que la amnistía ya había consumado la «normalización» que hoy Sánchez ha reformulado como supeditada a la resolución del «conflicto político» a través de un diálogo con mediación internacional.

El precio de lograr la absolución de Puigdemont (algo que, según Junts, el presidente no ha conseguido) ha sido incurrir en una flagrante contradicción, entre la narrativa sostenida por Moncloa sobre la normalización de Cataluña como gran logro de la investidura, y la afirmación tácita de que el conflicto político sigue abierto, y que su resolución no será plena hasta que Puigdemont no vuelva a España.

Esta contradicción supone además negar que el Govern de Salvador Illa haya logrado restablecer la normalidad en Cataluña. Sánchez se ha dado golpes de pecho, pero ha sido Illa quien ha acusado el dolor.