- No puede ser que unos sean tan buenos y otros tan malos y una señora desconocida lo puso todo en su sitio
La vida no puede ser tan sencilla como ululan los heraldos de la verdad, promotores de dos imágenes que a su juicio la resumen, sin matices ni dudas: a un lado el espíritu de libertad, igualdad y fraternidad encarnado por Ana Belén y otros tantos insignes artistas en la gala de los Goya. Y al otro, los reaccionarios, malvados y fascistas de Patriots, la agrupación de partidos europeos contentos con los éxitos electorales de Trump o de Milei.
Uno es de los que piensan que solo tiene mérito implicarse en una causa cuando el riesgo de sufrir daños es superior al de lograr beneficios: si se invierte el fenómeno, los primeros no existen y los segundos son inmediatos, más que servir a un objetivo noble se sirve uno de él para darse un autohomenaje con dividendos.
Presentarse en Granada con la bandera de Palestina, atizar a Elon Musk o decir tres veces «ultraderecha» ante el espejo, como si fueran a salir de allí Meloni, Orbán o Abascal disfrazados de Candyman y uno fuera a derrotarlos con sus propias manos, es parecido a jugar al Fornite en la videoconsola: las balas son de mentira y puedes jugar una partida tras otra.
Pero hacerlo para hablar contra ETA y recordar que la memoria histórica ha de incluir a las víctimas del terrorismo es otra cosa: se llama decencia, valor y humanidad, tres virtudes que destiló la productora de «La infiltrada», María Luisa Gutiérrez, delante de un presidente que le debe el cargo a Otegi, entre otras malas hierbas que medran fornidas en España con el riego de un PSOE poseído.
No pueden ser tan buenos quienes eligen a enemigos lejanos o artificiales, salvo maravillosas excepciones, ni tan malos quienes hablan de garantizar la seguridad, regular la inmigración, sobrevivir al infierno fiscal, normativo, burocrático y arancelario de Bruselas y no dudar en respetar y hacer respetar el sistema de valores, leyes y costumbres que hizo de Europa el espacio más prospero y justo alumbrado nunca por la humanidad.
Ni los buenos son tan buenos ni los malos tan malos, aunque a los primeros les falta gallardía y a los segundos les sobra volumen. Quizá la clave está en entender que el cine no son Almodóvar y Richard Gere cacareando «agárrame que le pego» desde un sofá con la mano estirada y que, debajo de esa capa, hay miles de trabajadores anónimos y decenas de películas que, si se metieran en una cápsula del tiempo, ayudarían a los españoles de dentro de tres siglos a saber cómo éramos nosotros, tan distintos de los uzbekos o los paquistaníes.
Y también está el meollo en distinguir cuánto hay de escenografía en los alaridos de Trump o Milei y pensar un poco en por qué conectan tanto con jóvenes pesimistas y ciudadanos bastante más normales que un ganador al Goya al mejor guion adaptado del sanchismo, en cualquiera de sus variantes internacionales.
Si estamos a medio minuto de que llamen «facha» a una productora de cine capaz de acordarse de los muertos de ETA ante quienes solo recuerdan a los de Franco, lo estaremos también de llegar a la conclusión de que la única manera de acabar con tanta tontería es entrar en la cantina del Far West y liarse a botellazos con esa tropa. Y eso tampoco es presentable: basta con escuchar a María Luisa y entender el formidable poder de tener razón y defenderla con calma, sin dar un paso atrás.