JAVIER ZARZALEJOS-El Correo
El nacionalismo radicalizado en Cataluña ha llegado con Torra a un punto irreductible de máxima degradación en el que ya exterioriza que su proyecto solo es posible mediante la exclusión
Sociólogos y politólogos han planteado de manera recurrente la pregunta de dónde está la extrema derecha en España. La pregunta ya está contestada: la extrema derecha en España anida en el racismo xenófobo en el que se expresa el populismo nacionalista catalán, según la versión canónica que ofrece la deleznable literatura del nuevo presidente de la Generalidad, Quim Torra. Algo podíamos sospechar a la vista del apoyo que los nacionalistas flamencos abiertamente antieuropeos han venido prestando a Puigdemont y las visitas que le rindió algún personaje alemán poco recomendable durante su detención en Schlewig-Holstein. Hoy sabemos, también fuera de Cataluña, lo que Torra opina de los españoles en la estela de las formulaciones más escandalosamente racistas con las que los nacionalismos étnicos han construido su ideología.
Hablar de las invectivas de Torra como una suerte de subgénero periodístico cultivador de la hipérbole es muy poco convincente. Lo que podemos leer de Torra se explica mucho mejor si se alinea con el discurso que maneja en Europa la extrema derecha xenófoba desde la Alianza para Alemania –convertida en primer partido de oposición en ese país– hasta la Liga Norte, a punto de convertirse en partido de Gobierno en Italia, o el lepenismo asilvestrado francés. Pues bien, que nadie se sorprenda: el hecho es que en Cataluña gobierna la extrema derecha, perfectamente intercambiable con esos movimientos que, con razón, tanto deben inquietarnos. En Europa hay demasiado discurso etnicista, demasiado defensor de la pureza cultural a costa de degradar al vecino a la categoría de infrahombre, demasiados convencidos de que midiendo cráneos se puede llegar a conclusiones políticas razonables. En España tenemos una cuota y tiene poder en Cataluña.
Es posible que tengan razón los que sostienen que la barbaridades de Torra servirán para desenmascarar a este nacionalismo que, por el momento, sigue viajando cómodamente montado sobre el argumento democrático de que lo único que quiere es poder votar. Bienvenidos sean los esfuerzos para dar a conocer lo que contienen cabezas con poder en Cataluña. Pero mientras esa previsión se cumple, hay que recordar que no han sido las hipótesis más optimistas las que al final vienen prevaleciendo en Cataluña y que el grado de desconexión con la realidad al que ha llegado el independentismo parece hacerle inmune a la racionalidad mínima que exige el ejercicio de la política democrática, cuando no a la pura y simple decencia.
A pesar de todo, el curioso presidente de la Generalidad consigue el beneficio de la duda de los que quieren separar nítidamente palabras y hechos. De nuevo subyace una inmerecida benevolencia hacia lo que se consideran excesos de una retórica radical que no se traducirá en hechos. Pero en política las palabras son también hechos; tienen valor por sí mismas. ¿Qué es el populismo sino una estrategia de construcción de la política a través del discurso? Al hablar de una república catalana y actuar como si tal cosa existiera, al atribuir a Puigdemont la condición de presidente legítimo inventándose una legitimidad inexistente al margen de la Constitución y el Estatuto, al ignorar en su juramento a la figura del Rey y el compromiso con la Constitución se contribuye a crear una ficción que se convierte en una realidad paralela tomada por auténtica. Eso es precisamente el delirio. Y el delirio, la realidad paralela, se está asentando como auténtica realidad entre numerosos catalanes. El problema no es ya la ausencia del Estado en Cataluña, sino la sustitución de este por una ficción que, a pesar de serlo, tiene consecuencias políticas reales.
En ‘Ocho apellidos catalanes’ la historia gira en torno a los esfuerzos de sus protagonistas para que el personaje que interpreta Rosa María Sardá crea que Cataluña ya es una república independiente –¡por fin!– en la que va a tener lugar la boda su hijo. Pero para ello es necesario que «los españoles» que viven en el pueblo desaparezcan durante la ceremonia de la boda y se recluyan en el bar de la localidad a cambio de jamón gratis y en cantidades ilimitadas. En ‘Goodbye Lenin’ es el hijo de una ferviente comunista que despierta de un coma después de que haya caído el Muro de Berlín el que hace esfuerzos ímprobos para que su madre, postrada en la cama, siga creyendo que nada ha cambiado y que la República Democrática Alemana se mantiene en pie. Naturalmente que el hijo tiene que empezar por impedir que su madre vea desde su cama un gigantesco anuncio de CocaCola que certifica el fin de la RDA. Torra no es tanto el hijo en ‘Goodbye Lenin’ sino quien en ‘Ocho apellidos catalanes’ y sin concesiones al humor sabe que para que el delirio sea eficaz «los españoles» tienen que desaparecer de la escena porque de lo contrario estropearán la fiesta.
El nacionalismo radicalizado en Cataluña ha llegado de la mano de Torra a este punto irreductible de máxima degradación en el que ya exterioriza que su proyecto solo es posible mediante la exclusión y la cancelación del pluralismo. Por eso, la construcción del delirio, de esa ficción que se pretende vivir como real, sólo puede hacerse a costa de la fractura social y de la ruptura interna. La elección de Torra es mucho más que irritante en la situación actual y solo puede obedecer a esta apuesta radical y divisiva que ha hecho el nacionalismo catalán y que, con todas las acomodaciones tácticas que se quiera, manda el mensaje de que la quiere llevar hasta el final. Y, aún así, los xenófobos seguirán hablando de «catalanofobia» y, al mismo tiempo que exhiben sus pulsiones supremacistas, argumentarán en términos democráticos sobre el derecho a decidir» mientras la política en el otro lado, sin saber reconocerlos, espera paciente a que lleguen los «hechos».