El final del terrorismo no será el final del problema vasco. Si alguien cree que nuestro conflicto es el que ETA mantiene con la mayoría de nuestra sociedad, se equivoca. El desafío que nos lanza el nacionalismo vasco está más vivo que nunca. Para él, el verdadero conflicto radica en la falta de reconocimiento de la existencia del pueblo vasco y su derecho a decidir.
Ahora, con tanta bulla provocada por la nueva salida a escena de ETA, es cuando más nos conviene pensar en voz alta. En estos casos el comentario inmediato obstruye la reflexión más profunda, la estrategia a corto plazo desplaza a la visión más amplia y meditada. ¿Estamos seguros de que está en juego solo la disolución de una banda terrorista y la entrega de sus armas? Yo, no. Uno ya ha aprendido que a menudo la política es un pragmático tira y afloja entre fuerzas enfrentadas, pero también que el cuánto y el cómo de ese «tirar» y «aflojar» dependen de la claridad de los criterios políticos y morales de quienes nos representan.
Por si acaso, empecemos por reparar en una obviedad que los ingenuos aún ignoran y los incautos desdeñan: el final del terrorismo no será el final del problema vasco. A lo mejor ETA se extingue algún día de estos, que sea enhorabuena, pero el desafío que hoy nos lanza el nacionalismo vasco está más vivo que nunca. Si alguien cree que nuestro conflicto es el que ETA mantiene con la mayoría de nuestra sociedad, se equivoca. Para el nacionalista el verdadero conflicto radica en la falta de reconocimiento de la existencia del pueblo vasco y su derecho a decidir. O sea, ese conflicto creado por la ideología nacionalista vasca, el mismo que hace 50 años dio lugar a ETA, el que a diario avivan los partidos de la cuerda y el que subsistirá mientras perdure ese nacionalismo etnicista. En definitiva, es el conflicto que enfrenta al mítico pueblo vasco con la sociedad vasca real. Para ser más exactos, el conflicto que nos enfrenta (y enfrentará) a los vascos mientras unos sigan empeñados en anteponer sus presuntos derechos nacionales a los derechos de todos como ciudadanos.
Algunos lectores se extrañarán. ¿O es que no representa una inmensa ganancia el que un día más o menos cercano estos criminales desaparezcan? Inmensa, sin duda, para sus víctimas reales y para las potenciales. Pero insuficiente y, desde luego, engañosa como la euforia pase por alto otros cuantos hechos que acompañarán esa desaparición. Si en un estricto sentido militar la banda armada no ha ganado la contienda (aunque tampoco la haya perdido), en el político se diría con bastante fundamento que ETA ha salido victoriosa. Ha sido ella quien ha arrastrado hacia sus trincheras a la izquierda y a la derecha nacionalistas, sin ella ni el «contencioso» ni sus crecientes pretensiones existirían con parecida virulencia. Según los sondeos, una cuarta parte de la juventud vasca la secunda y la mitad no llega a condenarla del todo. Y, lo que es más, su disolución dejará múltiples herederos políticos que ya han tomado su relevo. Claro que los conoces, lector. Son quienes los últimos años llevan clamando un día sí y otro también contra la Ley de Partidos, a la que achacan cercenar la democracia e impedir la representación de muchos ciudadanos de Euskadi. Son quienes no paran de despreciar la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que ratificó la validez de aquella ley y el carácter antidemocrático de Batasuna. Los que se han opuesto a la retirada en las calles de los símbolos etarras y fotos de los terroristas, simplemente porque «reflejan una realidad» (Zabaleta dixit). Los mismos que arremeten contra un plan educativo que busca introducir en las escuelas vascas el testimonio de las víctimas del terrorismo, pues al parecer habría que escuchar a todas las víctimas. También los que en muchos pueblos han rehusado su voto para expulsar a los concejales de ANV, que no condenan el ejercicio del terror. O ese partido, Aralar, que sí dice condenarlo, pero añadiendo enseguida que «nunca apoyará a las fuerzas de seguridad del Estado»… Todo esto ha venido en los periódicos. Y si entonces unos son cómplices de los terroristas, ¿no serán los otros cómplices de esos cómplices?
Tardará en llegar el tiempo del arrepentimiento y del perdón. Por ahora, no estoy convocando a hacer cuentas vengativas con el pasado, sino a mirar de cara el presente. Tampoco se equivoquen: apunto a los miembros de esa contradicción que es una izquierda compuesta por abertzales, pero no menos a ese pleonasmo llamado derecha abertzale. Todos ellos, unos sin reprobar nunca y otros nunca demasiado las andanzas de la banda, siempre han compartido en lo esencial sus fines. A sus ojos, y como mucho, ETA es mala tan solo porque mata, no por lo que pretende al matar. Y ante ella nuestra sociedad requiere nada más que un «blindaje ético» frente a sus instrumentos criminales, pero no respecto de sus impecables objetivos. Lo acaba de enseñar en la universidad el diputado general de Guipúzcoa, del PNV, para quien este es el momento de que ETA acabe porque se le está acabando «el oxígeno de la legitimación», no porque jamás haya contado con un átomo de legitimidad. De modo que es ETA la que debe esfumarse del espacio público, pero en modo alguno sus aspiraciones. El final del terror etarra no ha de ser «la derrota de un proyecto político», de eso nada, sino la incorporación de todas las opciones políticas «sin exclusión». De todas, ya ven, incluidas las antidemocráticas, porque son tan pluralistas que afirman el derecho a defender hasta las opciones que niegan derechos de los demás.
Les he llamado herederos de ETA y ya se entiende que no heredan sus procedimientos, sino sus convicciones. Es de temer, con todo, que a las víctimas se les remuevan las entrañas ante la exhibición de unos programas políticos que persiguen lo mismo por lo que ETA ha matado y por las mismas razones por las que ha matado. Y a los demás, ¿acaso nos deberá bastar su adiós a las armas para quedarnos satisfechos? Podría bastarnos si solo viviéramos atentos a la legalidad o a la legitimación social de lo que ocurre, pero en democracia no podemos sustraernos a juzgar sobre todo su legitimidad moral. En este régimen, una vez asegurados los medios pacíficos, lo que importa es justificar los proyectos colectivos conforme a los principios de libertad e igualdad políticas. Porque una mayoría no será democrática si avala un proyecto que amenaza quebrar la igualdad ciudadana, lo mismo que unos instrumentos simplemente pacíficos no legitiman unos objetivos injustos.
Por eso al final brota inevitable una sospecha que suena al colmo de lo «incorrecto». ¿Y si el nacionalismo etnicista no fuera una ideología política tan aceptable como otra cualquiera, sin nada especial que la distinga? Pues el caso es que la distingue precisamente su creencia en que por encima de la comunidad de ciudadanos está esa otra comunidad formada por los creyentes en su Pueblo. La distingue su arrogante certeza de que el territorio que ocupamos es más suyo que de nadie, así como de su presunto derecho a administrarlo según su exclusiva voluntad. Y estas diferencias, por sí solas, siembran entre los miembros de una sociedad tan compleja como la vasca una tensión radical, permanente e insuperable…, aunque no dé lugar al enfrentamiento violento. Así pues, estamos obligados a convivir con los nacionalistas, pero no a disimular los obstáculos que su credo levanta contra esa convivencia. El día en que aquellos pocos se deshagan por fin de sus armas mortíferas, muchos volveremos a pertrecharnos de las mejores razones para seguir resistiendo a sus herederos.
(Aurelio Arteta es catedrático de Filosofía Moral y Política de la Universidad del País Vasco)
Aurelio Arteta, EL PAÍS, 20/9/2010