FERNANDO VALLESPÍN-EL PAÍS

  • Se extiende la sensación de que nuestra política se deshilacha, se rasga por innumerables costuras y se consume en relatos inconexos, demagogia barata y el infernal ruido de las recriminaciones mutuas

La puñalada le vino al Gobierno de uno de sus socios, ERC. Para algunos pudo haber connivencia, las elecciones catalanas desviarán el descorazonador debate sobre el caso Koldo y, según las encuestas, podían colocar al PSOE de nuevo en modo ganador, obteniendo así cuanto antes un resultado positivo de la amnistía. Lo dudo, lo único que parecen haber sacado a la luz es la precariedad de la legislatura y un partidismo sectario totalmente fuera de control. Ya no hay quien lo oculte, cada partido va a su bola, no ven más allá de su puro interés inmediato y su ansia de poder. Entre los nacionalistas/independentistas podría verse hasta cierto punto como algo natural. En definitiva, el bienestar de España les importa una higa, cuanto más debilitado se encuentre el Estado, más posibilidades se les abren para sus propios fines. Y su hambre de poder se circunscribe a su propio territorio. Menos justificada parece la actitud de los dos grandes partidos nacionales; uno, por su empecinamiento en gobernar con quienes van a tratar de exprimirle hasta que su identidad política acabe siendo irreconocible, al menos en lo que hace a su concepción del país; otro, que apenas puede en sí de gozo ante la debilidad de una coalición que se ha visto incapaz de impedir que se le dinamite la legislatura y que aguarda ansioso su turno para acceder al Gobierno.

En realidad, nadie sabe qué esperar de nuestros representantes, salvo que siempre pondrán su interés propio por encima del interés general. La mirada de cada uno de ellos es puramente autorreferencial. Abandonen toda esperanza de pactos transversales. Si hay algo que los mantiene en pie y esperanzados es que cuentan con que, hagan lo que hagan, siempre pueden confiar en que un amplio sector de la población les preferirá a su odiado adversario. No es ya solo un problema de ingobernabilidad, lo que se extiende es la sensación de que nuestra política se deshilacha, se rasga por innumerables costuras y se consume en relatos inconexos, demagogia barata y el infernal ruido de las recriminaciones mutuas. Nadie va a dar un paso para evitar que esta situación pueda potenciar la antipolítica. Total, por lo pronto llegaremos al verano sin poder adoptar ninguna decisión relevante en el Congreso, que se convertirá en mera caja de resonancia de las tres elecciones a la vista. Siento tener que volver a mi copla habitual, pero lo cierto es que, en el momento más delicado de la política europea e internacional, con graves problemas nacionales enquistados y sin resolver, nuestra más alta institución se abstendrá de debatirlos. La esgrima electoral acabará silenciando toda posibilidad de emprender un diálogo público racional.

Y eso que todavía no ha empezado el tracto procesal que seguirá a la aprobación de la amnistía, que amenaza con provocar una ulterior erosión de las instituciones —el conflicto entre ellas está ya casi asegurado—. O las consecuencias de dos campañas electorales, la vasca y catalana, en las que las emociones y el ombliguismo nacionalista apagarán la reflexión política sobre cualquier otro asunto. ¿Se imaginan poder debatir sobre nuestros problemas sin tener que andar dando collejas a un partido u otro cada vez que tomamos la palabra? No, ¿verdad?

Pues eso es lo que nos pasa, que nos han secuestrado la posibilidad de pensar de forma independiente, que todo se mide en términos de lo que beneficia o perjudica a unos u otros. Hemos perdido el vínculo con lo que nos es común, la vía más rápida para fracasar como sociedad. Espero que no acabemos cayendo también en el nihilismo político.