- Un presidente no puede seguir en la tumbona mientras arde España y él presencia el espectáculo como una oportunidad contra su rival
Todo el mundo sabe que, ante las grandes tragedias, no hay un responsable único. La Administración Pública se organiza en círculos concéntricos con conexiones perfectamente definidas que, sobre el papel legal, garantizan una respuesta sincronizada con un reparto de papeles conocido y automático.
La gestión de los incendios es autonómica, como la quema de rastrojos requiere permiso municipal, pero si el fuego supera la dimensiones habituales y se convierte en un fenómeno masivo, el Estado tiene el derecho y la obligación de intervenir. Este esquema vale para la dana, por mucha trompetería mediática y mucha jueza hiperventilada que intente limitar las culpas a Mazón, que tiene las suyas y no son pocas.
Ahora que arde España vuelve a verse que, lo que en principio era una garantía de eficacia, lo es de evasión de responsabilidades: los Gobiernos autonómicos están más ocupados en no parecer el de la Comunidad Valenciana que en reflexionar por qué otro año más vuelve a pasar lo mismo; y el de España se centra en resaltar que las regiones asoladas por el fuego son del PP que en conocer y activar los procedimientos recogidos en la Ley de Seguridad Nacional.
Cuando el desafío es mayúsculo, solo el Estado tiene la capacidad de coordinar a todas las Administraciones y de desplegar los recursos oportunos, que se entienden mejor en términos bélicos: si Marruecos invadiera Ceuta y Melilla, a nadie se le ocurriría sostener que su defensa es cosa de sus respectivos presidentes y todo el mundo entendería que al Ejército solo le puede dar órdenes el Gobierno.
La decisión de Sánchez de permanecer en La Mareta envía el mensaje de que esta nueva tragedia es cosa de Ayuso, Mañueco, Moreno Bonilla o Guardiola y que, si madrileños, castellanoleoneses, andaluces o extremeños sufren es porque votaron mal: se trata de reproducir el esquema de la explotación del dolor que ya hemos visto con el 11M, el Prestige, el Yak 42, el Alvia o los incendios, objeto todos ellos de una lamentable demagogia que al menos a Zapatero le sirvió para ganar unas Elecciones Generales que tres días antes le quedaban muy grandes.
Nada de esto libera de sus propias cuitas a los presidentes autonómicos, que tendrán que explicar muy bien qué tenían preparado para paliar los estragos de un ritual cíclico y por tanto previsible, que sucede en verano pero se ahorma el resto del año.
Pero si se acepta que un presidente del Gobierno sí tiene competencias para regalarle dinero, leyes, prebendas y atracos a Cataluña o el País Vasco pero no las tiene para atender a españolitos de tierra adentro con los ojos llorosos por el humo y las pérdidas, no tendremos remedio.
Este artículo se publica un 16 de agosto, con las llamas quemando España, y el mismo sujeto que comparece para hablar de Gaza, advertir del cambio climático o perorar sin criterio sobre la paz en el mundo aún no ha encontrado cinco minutos para bajarse de la tumbona, apagar la barbacoa, dejar unos minutos el daiquiri y dirigirse al país con algo que no suene a broma estúpida o propaganda barata. Y esta vez no podrá decir que son las cinco y no ha comido: lleva dos semanas hinchándose el bandullo como si no hubiera un mañana.