- La respuesta política a tanta desgracia consiste en medidas adoptadas no unilateralmente por el Gobierno, ni unilateralmente por el sector PSOE del Gobierno, sino unilateralmente por el presidente del Gobierno
«Pandemia, volcán, incendios, tormentas de nieve, e incluso una tormenta de arena subsahariana (sic) han ocurrido en estos últimos dos años», dijo Pedro Sánchez ante los diputados. Y ahora, «la guerra de Putin», como Moncloa ha ordenado a sus ministros que califiquen la invasión de Ucrania. No le falta razón al presidente. La guerra de Putin y todos los desastres anteriores le ha tocado gestionarlos a él. Alguien con mala leche, y que pretenda culpar de todo al sanchismo, consideraría que la fortuna que los suyos dicen que florece en su organismo, solo protege al propio Sánchez en la tarea de sostenerse en el poder, pero a cambio de trasladar el mal fario a los españoles. Sin embargo, se recomienda no caer en el animismo ni en la superstición. Como aseguran los anglosajones, ‘things happen’, pasan cosas.
La respuesta política a tanta desgracia consiste en medidas adoptadas no unilateralmente por el Gobierno, ni unilateralmente por el sector PSOE del Gobierno, sino unilateralmente por el presidente del Gobierno. Y, como complemento, otras decisiones que no tienen relación con guerras, pandemias o desastres naturales, también se adoptan en Moncloa. Por ejemplo, el viraje en la política hacia Marruecos, o asegurar una fiscalía de sala a la fiscal general Dolores Delgado, una vez abandone el cargo. Pedro Sánchez no ha encontrado un solo amigo, que no sea del PSOE, para estas disposiciones ejecutadas sin siquiera descolgar un teléfono para comunicárselas a quienes le llevaron a la Moncloa, antes de que se enteren por la prensa o leyendo el Boletín Oficial del Estado.
En paralelo, el enfado de amplios sectores de la sociedad española se ha llegado a notar en las carreteras, en los supermercados y en las calles. Y no precisamente porque los autodenominados sindicatos de clase hayan recuperado su capacidad de movilización, porque viven un periodo de domesticación que los ha convertido en organizaciones bizcochadas por el Gobierno. Las protestas que han derivado en paros en el transporte, desabastecimiento parcial y manifestaciones en las calles las han protagonizado elementos que permanecían extramuros del sistema sindical o empresarial.
En un principio, Moncloa ordenó descalificarlos como ultras. Esta semana, ante los golpes que la realidad ha propinado al Gobierno, el presidente ha llegado a decir en el Congreso que «si los ciudadanos muestran ese descontento, tienen razón». Es un primer paso, porque empeñarse en acusar a los enfadados de ser palmeros de Vox puede provocar que, en efecto, cada vez más españoles sientan la tentación de posarse sobre la pista de aterrizaje que Santiago Abascal ha puesto a disposición de los ciudadanos más crispados. De hecho, Vox ha sustituido ya a Podemos como partido del cabreo.
Los indignados que en su día llenaron las urnas de votos para los círculos morados, parecen cambiar de bando. El que más y el que menos conoce a alguien de derechas que votó a Podemos en las elecciones de 2015 «por tocar las narices», hartos de la crisis económica y de los casos de corrupción. Aquellos impulsos viscerales propulsados por la indignación se moderaron cuando la ‘nueva política’ se marchitó. El 20% de votos conseguidos por Podemos en sus primeras elecciones generales de aquel lejano 2015 se ha reducido a la mitad, según el último Observatorio Electoral de El Confidencial, y ya merodea peligrosamente la opción de convertirse en partido de un único dígito.
Y, como si hubiera un inverosímil juego de vasos comunicantes entre ellos, conforme baja Podemos se elevan las opciones electorales de Vox, que ya doblaría la expectativa de voto de los morados y se acercaría a dar el sorpaso al PP, ahora que los populares buscan su renacimiento después del hundimiento.
Manejar los malos humores y aflicciones del país va a ser una tarea que requerirá de mucha atención en los cuarteles generales de Moncloa y Génova. Hace seis años, Donald Trump asaltó la Casa Blanca en las urnas —antes de lanzar a los suyos a asaltar ilegalmente el Capitolio— porque supo convertirse en el portavoz de la cólera que anidaba en el alma de muchos americanos, y la transformó en votos. «Apoyé a Trump porque era la elección evidente de la mayoría silenciosa», explicó uno de sus votantes a la prensa americana. «Trump dice lo que pensamos las personas corrientes», aseguró otro. «Voté a Trump porque la parte de Estados Unidos que cultiva nuestra comida, produce nuestra energía y pelea en nuestras guerras, cree que el país necesita corregir su rumbo», manifestó un trumpista que antes había votado a los demócratas. «Voté a Trump porque me va a devolver mi país y va a proteger a los americanos», se sinceró una ciudadana. «Voté a Trump solo para decir: aquí estoy y debo ser tenida en cuenta», sentenció una neoyorkina.
Tradúzcanlo al español. Esa es la labor que espera a Pedro Sánchez y a Alberto Núñez Feijóo de aquí a las elecciones.