En todo caso, los acampados, a pesar de ser muchos, comparados con los votantes son pocos, incluso poquísimos. Pero no todos los indignados están acampados. Esto es lo que deberían interiorizar los políticos. Los indignados no son la suma de los acampados, los votantes en blanco o nulo y los abstencionistas. Son muchos más. Muchos que votan.
Desde hace casi dos semanas, en plazas céntricas de las capitales de toda España, empezando por la Puerta del Sol y la plaza de Catalunya, están acampados millares de ciudadanos debatiendo sobre una de las varias dimensiones del término política, probablemente la más noble: los problemas de los ciudadanos, de los gobernados. No están debatiendo sobre los problemas de los gobernantes como tales, de cómo se accede y se conserva el poder, según la famosa distinción de Maquiavelo en El Príncipe. A lo más, en relación con el poder político, el debate gira en torno a cómo se ejerce y, sobre todo, ya que se habla de futuro, a cómo debería ejercerse.
No es necesario decir que este término, el de política, es uno de los más desacreditados de nuestra sociedad. Cánovas del Castillo, cuando se estaba redactando las Constitución española de 1876, dijo con su característica ironía y sarcasmo que quizás en el artículo primero de dicha carta magna debería constar esta definición: “Son españoles aquellos que no pueden ser otra cosa”. Pues bien, es probable que hoy en día muchos españoles, en nada de acuerdo con la pesimista expresión de Cánovas, suscribirían algo parecido aplicado a los políticos: “Son políticos… aquellos que no pueden ser otra cosa”.
La frase, como toda generalización, es injusta. Ahora bien, con el actual panorama, ateniéndonos a lo que se deduce tras leer periódicos, escuchar la radio y ver la televisión, es también un juicio natural y comprensible: nuestra endogámica clase política, imperturbable ante las críticas y nada dispuesta a rectificar, se la merece. Las plazas se llenan cada día por esta razón, aunque no es la única, también hay otra: la situación económica y el paro. De todo esto se discute en las plazas, allí se hace política en el mejor sentido de la palabra.
Cuestión distinta es el nivel del debate, aunque creo se trata de un problema menor. ¿Alguien puede pensar que unos simples ciudadanos, generosos y bienintencionados, dispuestos a emplear su tiempo en cuestiones ajenas a sus estricto intereses individuales, pueden encontrar las más rigurosas soluciones a cuestiones complejas en las que no se aclaran ni los mejores especialistas? No se trata, por el momento, de encontrar soluciones sino sólo de formular preguntas, exactamente de formular las preguntas, aquellas que previamente es imprescindible seleccionar para estar en condiciones de resolver luego los problemas.
En esto, en la formulación de las preguntas, el run-run que llega de lo que se discute en estas plazas públicas hace pensar que se acierta de lleno. Los temas que se plantean coinciden con las preocupaciones que se tratan entre amigos, en la familia, en el trabajo, en los bares y cafés: ¿por qué los poderes públicos están salvando, con el dinero de los contribuyentes a las instituciones financieras, principales responsables de la crisis, de tal forma que, al final, acaben estas instituciones siendo sus principales beneficiarias del asunto?; ¿por qué las leyes facilitan cada vez más que los principales responsables del mal funcionamiento de las instituciones democráticas, es decir, los partidos políticos, sean cada vez más invulnerables al control, estén cada vez más blindados con el objetivo de monopolizar el ámbito de los público en detrimento de la libre y efectiva participación de los ciudadanos?
A lo primero se suele responder que el sistema financiero es a la economía como el sistema sanguíneo al cuerpo humano: si no se facilita su funcionamiento el colapso es total e inevitable. Ahora bien, en el caso de que ello sea cierto, que quizás lo es, ¿no estará el sistema financiero abusando de su posición para obtener ventajas desproporcionadas e injustas? En cuanto al problema político, sobre el cual tengo mayores conocimientos, la solución sólo pasa por unos dirigentes de partidos con la altura de miras suficiente como para tomar decisiones que no respondan a sus propios intereses corporativos si no al interés general, al buen funcionamiento de sistema democrático, a una auténtica integración de los ciudadanos en las instituciones. Sólo la fe del carbonero permite esperar esto de nuestros políticos, pero torres más altas han caído y de esperanza también se vive. Quizás estemos en una situación límite y vean los partidos que renunciar a sus privilegios e inmunidades les puede suponer más ventajas que inconvenientes, en definitiva, que desbloqueando la situación pueden ser premiados con el voto ciudadano.
En todo caso, los acampados, a pesar de ser muchos, comparados con los votantes son pocos, incluso poquísimos. Pero no todos los indignados están acampados. Esto es lo que deberían interiorizar los políticos. Los indignados no son la suma de los acampados, los votantes en blanco o nulo y los abstencionistas. Son muchos más. Muchos que votan, desde hace tiempo, al mal menor, tapándose la nariz y a regañadientes. Los indignados son tantos que si formaran un partido arrasarían. Antes que ello se produzca –y no hagamos bromas, la historia del siglo XX, en Alemania y en Italia, debe ser una permanente lección– la clase política española debe rectificar.
Francesc de Carreras, LA VANGUARDIA, 26/5/2011