JOSÉ BONO MARTÍNEZ-EL PAÍS
- Hay motivos para desconfiar de la eficacia de la medida de gracia, pero si el Gobierno cree que es la mejor opción para el trastorno institucional en el que está Cataluña debe decirlo con claridad
El pasado día 2 de junio mi teléfono comenzó a recibir inesperadamente mensajes de WhatsApp con emoticonos de aplausos. El motivo era que Cospedal y su marido habían sido imputados judicialmente por participar en la operación Kitchen, consistente en corromper a policías para tapar la podredumbre del partido gobernante.
Yo que tanto había esperado que Cospedal recibiera un reproche penal —la condena social y electoral ya la había saboreado— debo confesar que no me alegré del modo que lo hubiera hecho ocho o diez años atrás. Con la serenidad interior de un jubilado de la política activa contesté al grupo de WhatsApp de mis hijos: “A Cospedal, que tantas mentiras fabricó contra mí, no le tengo rencor. Administrar odio perjudica y envejece.”
Mientras —según Bárcenas— Cospedal cobraba sobres de dinero negro, cual paladina justiciera interpuso cinco denuncias acusándome de delitos inexistentes. No consiguió su propósito porque el Tribunal Supremo por unanimidad encajonó su odio en la papelera de los sicofantes. Quizá no deseaba hacer llorar a mis hijos, pero ahí sí tuvo éxito: lo consiguió con largueza.
Años después, en octubre de 2019 me invitaron junto con mi amiga y comilitona de Cospedal, Ana Pastor, a comentar la presentación de un documental de Steven Spielberg titulado ¿Por qué odiamos? En aquel otoño de hace tres años, sin covid, indultos, ayusos, ni moros en la costa, coincidimos Ana y yo en que el odio político estaba echando por tierra los valores de la Transición española, con los que emocionalmente habíamos derogado la ley del talión en nuestro país.
Pocos políticos acampan hoy en el oasis de la moderación y quien lo hace no suele tener futuro. En esta época de radicalidad meramente estética interesa el titular, la superficie, pero ir a la raíz de los asuntos ya no genera rédito electoral. Quien no repite el argumentario de turno suele ser calificado de desleal o de poco fiable.
No ser candidato a nada me permite escribir con desahogo y decir que no encuentro satisfacción al ver presos a rivales políticos. La coincidencia de la imputación de Cospedal con el debate de los indultos me ha hecho reflexionar sobre los separatistas catalanes presos, los mismos que sembraron en muchos colegios la semilla de la secesión con los falsarios argumentos que resumieron en el “España nos roba”. Así se manifestaban hasta que les dio vergüenza seguir con esa cantinela una vez que la policía descubrió el nombre y apellidos de la familia que de verdad robaba a los catalanes y escondía el botín en Andorra.
No todos somos culpables de haber permitido ese robo, pero todos tenemos alguna culpa de lo que actualmente ocurre en Cataluña. La huida hacia el precipicio del separatismo proponiendo un Estatut que nadie reclamó —solo era prioritario para el 0,4% según la encuesta de junio de 2005 de la Generalitat de Cataluña— fue un error que no resolvió ningún problema, sino que los agravó y nos ha llevado a esta situación.
Lo recuerdo bien porque aquel Estatut me hizo dimitir como ministro de Defensa porque entendí que los derechos de los territorios se ponían por encima de la igualdad de las personas, contraviniendo lo que aprobamos en Santillana del Mar en 2003: “España ha sido siempre la pasión de los socialistas: más España es más igualdad”.
Eran tiempos en los que se aspiraba a obtener las hoy tan denostadas mayorías absolutas. Como no la conseguimos en 2004, fue necesario el apoyo de los nacionalistas para gobernar, y tuvimos que ser condescendientes con ellos. Negarlo es sencillamente ridículo. También lo había hecho años antes aquel Gobierno de Aznar que hablaba catalán en la intimidad y que llamó Movimiento Vasco de Liberación a ETA; el mismo que acabó con los gobernadores civiles pasando a llamarles ¡SUBdelegados! para conseguir el voto de CiU. Pero ahora ya no se trata de nombres, financiación o competencias, ahora los nacionalistas se han hecho independentistas y además de dinero reclaman un Estado para Cataluña.
Todas las cesiones juntas no han disminuido ni un ápice el apetito secesionista y quizá ahora ocurra algo parecido con el indulto a los presos. Tengo muchas dudas sobre la conveniencia de conceder los indultos, pero también tengo alguna certeza: hay motivos para desconfiar de la eficacia de los indultos y no parece razonable perdonar a quien amenaza con volver a cometer el delito cuya pena se indulta, pero estoy seguro de que la convocatoria de las derechas en la plaza de Colón para reclamar “más madera” no es la solución a nada.
Mi militancia en el PSOE, al que debo cuanto he sido en política, me invita a defender sus resoluciones. Estoy en el PSOE porque quiero y estoy muy a gusto, aunque como en mi familia, no coincido al cien por cien en todo ni con todos. Eso sí, no estoy dispuesto a formar parte ni a aplaudir al pelotón del odio de la oposición que aprovecha cualquier ocasión para disparar a Pedro Sánchez. Sí estaré mientras viva en el pelotón de los que pongan pie en pared para defender la legalidad —sin respeto a ley no hay democracia— y la unidad de España.
El independentismo catalán es un movimiento egoísta que desea sustituir el derecho a decidir de todos los españoles por el inexistente derecho de una minoría que quiere vivir mejor que el resto, pero soy consciente de la enorme dificultad que plantea su importancia electoral: las urnas catalanas no son adversas al secesionismo por más que nos duela a muchos.
El Gobierno de España está obligado a buscar soluciones en Cataluña porque cruzarse de brazos solo llevaría a desastres como el que provocó el Gobierno de Rajoy en 2017 cuando hizo un ridículo mundial no sabiendo descubrir las urnas ni las papeletas de aquel referéndum ilegal.
Si el Gobierno considera que el indulto es la mejor opción para el trastorno institucional en el que está Cataluña, debe decirlo con claridad, sin explicaciones apocadas o miedosas; debe dejar claro que la secesión es solo una fantasía del prófugo de Waterloo y que dentro de la Constitución cabe el indulto pero no cabe el referéndum de independencia.
No creo que los indultos, por sí solos, vayan a resolver el problema, pero la cárcel tampoco. Sepultar los indultos con insultos puede dar rédito electoral a la oposición, pero el Gobierno debe asumir ese riesgo si está convencido de la necesidad de concederlos. Un indulto, certero o estéril, no acaba con España; al contrario, será antídoto al victimismo falsario de los viejos convergentes. Basta ya de cuentos, ¡las únicas víctimas son los pobres! y ellos no forman parte de ese colectivo.
El PSOE que ha pasado por el exilio y la cárcel tiene autoridad para plantear abiertamente a los españoles que el único camino para que Cataluña siga en España hay que andarlo a la vez que se explora y explicar que, si llegase el momento de elegir entre la defensa de la Constitución o el apoyo parlamentario de ERC para seguir en el Gobierno, los socialistas nunca traicionaremos el juramento de cumplir y hacer cumplir la Constitución.
Varios de los posibles indultados forman parte de ERC, un partido cuyo apoyo al Gobierno es aritméticamente necesario para mantener la actual mayoría. Pero esa circunstancia no debería pesar en la decisión de Sánchez porque si la falta de apoyo parlamentario del secesionismo le obligara a llamar a las urnas, los españoles premiarán la altura de un Gobierno que antepone los intereses de España a los del PSOE.
No vendría mal, con motivo del indulto, recordar a nuestros socios de ocasión —ERC— y de paso también a los socios de coalición —Podemos— que tenemos más confianza en las urnas que en ellos, y que el probable indulto está más motivado por nuestra obligación de defender la unidad de España que por sus merecimientos.