Que el progresismo genera infelicidad y el nacionalismo odio es una de esas lecciones que se aprenden a las bravas cuando llevas las suficientes décadas sobre la faz del planeta Tierra y el cordyceps de la ideología no ha colonizado tu cerebro.
Que izquierda y derecha no son posicionamientos políticos, sino emocionales, es otra de esas lecciones. Cualquier adulto intuye con el tiempo que ser de izquierdas o de derechas no es consecuencia de unas creencias ideológicas, sino de unos valores morales comunes, pero que unos y otros jerarquizan de manera diferente.
[Jonathan Haidt, que por cierto se define como progresista, explica en su libro La mente de los justos por qué la derecha tiene un rango moral más amplio que la izquierda].
La tercera evidencia es que la derecha entiende mejor la realidad que la izquierda. Pero, sobre todo, que la derecha entiende mejor a la izquierda que la izquierda a la derecha. O lo que es lo mismo, que es mucho más fácil para un derechista adivinar lo que pensará un izquierdista sobre un determinado dilema moral que para un izquierdista adivinar lo que pensará un derechista sobre ese mismo dilema.
[Precisamente, como dice Jonathan Haidt, porque el rango de valores de este último es más amplio, lo que le permite interpretar la realidad con más «colores» morales].
Tengan esto en mente mientras leen lo siguiente.
Un estudio de la epidemióloga estadounidense Catherine Gimbrone afirma que los jóvenes progresistas son mucho más propensos a sufrir depresión que los jóvenes conservadores.
El estudio de Gimbrone demuestra también que la incidencia de los trastornos depresivos entre los jóvenes de izquierdas se disparó a partir de 2011. Precisamente el año de nacimiento del movimiento woke, conocido en Estados Unidos como the great awokening, un juego de palabras que satiriza el componente religioso del fenómeno y sus diferentes manifestaciones políticas: Occupy Wall Street, el MeToo, Black Lives Matter, el ecologismo radical y el activismo trans y queer que defiende la autodeterminación de sexo y el feminismo interseccional.
Este hilo del psiquiatra Pablo Malo, autor del libro Los peligros de la moralidad, resume los principales puntos del estudio de Gimbrone.
Los conservadores son más felices que los progresistas (traduciré liberal en sentido USA por progresista)
Es más probable que los progresistas sufran depresión, ansiedad, neuroticismo y sean diagnosticados con trastornos mentales (el doble).
¿Por qué?https://t.co/n29azLH3Re— Pablo Malo (@pitiklinov) March 22, 2023
Obviamente, el hecho de que la izquierda genere infelicidad no implica que la derecha tenga razón. Uno puede ser un infeliz teniendo razón o feliz como unas castañuelas careciendo por completo de ella. Pero el sentido común invita a pensar que uno tenderá a ser más feliz cuanto más sincronizadas estén sus intuiciones morales y políticas con la realidad que le rodea, y más infeliz cuantas más interferencias haya en esa sintonía.
La brecha entre derecha e izquierda no se da solamente en jóvenes. También los adultos conservadores son más felices que los progresistas y dicen encontrar más sentido a sus vidas. Las mujeres son, por su lado, más propensas a la infelicidad que los hombres.
No existen, sin embargo, diferencias significativas entre países. Según un estudio previo de las psicólogas Olga Stavrova y Maike Luhmann, sólo en cinco países de noventa y dos los progresistas dijeron ser más felices que los conservadores.
Pero el principal factor de diferenciación es la ideología. Las mujeres conservadoras son mucho más felices que los hombres progresistas, a pesar de ser levemente más infelices que los hombres conservadores. Y las más infelices de todas son las mujeres progresistas. De acuerdo al estudio de Gimbrone, ser mujer, joven y de izquierdas es el mayor factor de riesgo para la salud mental de todos los evaluados.
Un último dato. Un sondeo del Wall Street Journal sobre los valores de los americanos confirma el desplome durante los últimos años del aprecio por los valores tradicionales (la patria, la religión, los hijos y la comunidad) y un incremento del apego al dinero.
Fascinating long-term trends on what Americans value, per the latest WSJ-NORC poll: pic.twitter.com/BPqUElmohj
— Ben Pershing (@benpershing) March 27, 2023
Marked partisan differences in these values today, also per new @WSJ poll: pic.twitter.com/yMY8P0PaEq
— Brad Wilcox (@BradWilcoxIFS) March 27, 2023
Según el periodista americano Michael Shellenberger, el pánico generado por los «apocalipsis» climático, sexual y racial, y la necesidad derivada de imponer al prójimo un estricto código moral puritano «progresista», es consecuencia 1) de la pérdida de los valores tradicionales mencionados por el Wall Street Journal, 2) del incremento de la soledad provocado por el rechazo de los vínculos familiares y sentimentales sólidos, y 3) de la ansiedad generada por unos medios siempre dispuestos a explotar el pánico a peligros estadísticamente improbables o groseramente tergiversados.
Que el vacío dejado por la religión iba a ser ocupado por religiones sustitutivas de peor calidad moral es otra de esas evidencias que los pensadores conservadores supieron ver en su momento y que los de la izquierda siguen rechazando hoy, incapaces de aceptar la obviedad de que el socialismo sólo es cristianismo despojado de trascendencia.
The evidence is now overwhelming that recent panics around climate, race, and sex — the mass desire to conform to a strict moral (Woke) code — stem from a) the acute need of liberal secular people for purpose, b) rising loneliness, and c) mass anxiety created by social media. pic.twitter.com/RnPEkVYHhH
— Michael Shellenberger (@ShellenbergerMD) March 27, 2023
La pregunta clave es por qué ocurre esto. ¿Por qué la izquierda, una interpretación de la realidad que se percibe a sí misma como positiva, compasiva y luminosa, genera mucha más infelicidad en sus acólitos que una derecha a la que se demoniza como egoísta, retrógrada y reprimida? ¿Es por motivos de clase? ¿O por motivos biológicos?
Podemos descartar de plano las motivaciones de clase. El progresismo es hoy por hoy una ideología de clase alta, como demuestra su preeminencia absoluta en los medios de comunicación, en la cultura popular y en la universidad. El progresismo es hoy una «creencia de lujo», un término que alude a esas convicciones ideológicas que uno sólo puede defender si disfruta de una posición social privilegiada, precisamente porque su riqueza le blinda frente a sus consecuencias en la práctica.
[El estudio de Gimbrone demuestra que los más infelices entre los infelices son los progresistas pertenecientes a minorías marginadas, que suman a su marginación una ideología que desde ningún punto de vista pueden permitirse. El tópico está, en fin, equivocado: hay algo más tonto que un pobre de derechas, y es uno de izquierdas].
Los autores del estudio lanzan algunas hipótesis sobre el porqué de esa infelicidad. Quizá los mismos factores genéticos que predisponen hacia la ansiedad predisponen también hacia el progresismo. Quizá el conservadurismo, como dice Pablo Malo, ofrece respuestas más constructivas a los contratiempos vitales que el progresismo. O quizá el progresismo impone una visión paranoica de la realidad que lleva a sus seguidores a sentirse permanentemente amenazados por todo tipo de peligros imaginarios (el presunto resurgir del nazismo, un fenómeno marginal en el mejor de los casos, es uno de los más evidentes).
Es imposible comprender el porqué de esa infelicidad del izquierdista medio sin atender al fracaso histórico del socialismo. Una ideología que ha demostrado a lo largo de los últimos 150 años su incapacidad para generar prosperidad y cuyo mayor éxito de ventas, la socialdemocracia, ha optado por refugiarse en el mantra de la redistribución, ese pacto tácito con el capitalismo que finge «tolerar» su existencia a cambio de que este le «permita» al socialismo disponer a voluntad de sus ganancias.
Es imposible también comprender ese porqué sin tener en cuenta que el socialismo es una ideología finalista. Es decir, que aspira a una sociedad utópica y definitiva. El liberalismo, por el contrario, no dice cómo debe ser la sociedad, sino cuáles son las reglas que deben regirla.
El socialismo aspira por tanto a decidir el resultado del partido. El liberalismo dice cuáles deben ser las reglas, pero deja el resultado final al albur de los factores individuales. Factores que resulta absurdo pretender controlar mediante un planificador central porque el azar de la vida acabará siempre filtrándose por las rendijas del autoritarismo.
Esa disonancia cognitiva entre una ideología que aspira a liberar al ser humano mientras lo estabula para que se adapte a un ideal mesiánico predeterminado no parece, desde luego, el camino más recto hacia la felicidad. Sobre todo cuando la resistencia de la sociedad a transitar voluntariamente por ese sendero obliga a aplicar cada vez mayores dosis de violencia sobre ella.
Quien defiende la idea de que el hombre es bueno por naturaleza (y la de que es la sociedad quien lo corrompe) está en desventaja frente a quienes aceptan la falibilidad de la naturaleza humana y sólo aspiran a establecer unas reglas de juego razonables y consensuadas que limiten al máximo los daños.
Un argumento más. Mientras los conservadores están acostumbrados a vivir en entornos monopolizados ideológicamente por el progresismo, la izquierda no ha pasado jamás por esa experiencia. Un ciudadano de izquierdas puede vivir perfectamente sin cruzarse jamás con una sola idea de derechas. El cine, la música, la literatura, la universidad y la televisión son de izquierdas. Las opiniones que se manifiestan en voz alta son las de izquierdas. El marco ideológico por defecto es el de la izquierda.
El silencio autoimpuesto, la autocensura y una elemental prudencia hacen el resto.
Dicho de otra manera. Un ciudadano de izquierdas no ha necesitado jamás poner en práctica esa tolerancia social que un ciudadano de derechas ejerce día a día. Por eso es mucho más habitual oír «no podría ser amigo/pareja de alguien de derechas» de boca de personas de izquierdas que su equivalente de boca de ciudadanos de derechas. La izquierda es intolerante porque jamás ha necesitado tolerar nada. Su presunta empatía es sólo un posicionamiento intelectual, no una virtud real practicada a diario.
La parte buena es que, como tantas cosas en esta vida, esa infelicidad tiene solución.