- Cuando leí que España es el país más optimista de Europa me invadió una sensación extraña, como si uno estuviera viviendo en otro lugar del que creía
Cuando leí que España es el país más optimista de Europa me invadió una sensación extraña, como si uno estuviera viviendo en otro lugar del que creía. Se trataba del resultado de una encuesta realizada por Gallup en 44 países de todo el mundo. Sólo nos ganaban en autosatisfacción Colombia, Kazajistán y Albania, territorio que a saber por qué se situaba fuera del mapa europeo, cosa que para cualquier conocedor del mundo albanés no tendría nada de extraño. El comentarista de la información, aparecida en El Mundo, cargaba las tintas con una reflexión para nota: “En general, los europeos, según la encuesta de Gallup y Sigma Dos, somos mucho más cenizos que los latinoamericanos, africanos e indios”. O sea, que somos felices y no nos damos cuenta, al menos algunos.
Me vino a la memoria la ópera del malogrado Arriaga, “Los esclavos felices”, pero como hace dos siglos de aquello me entretuve buscando antecedentes retóricos más cercanos. El gran icono que era Ortega y Gasset dejó perplejo a su auditorio del Ateneo madrileño exclamando enfático que “España goza de una indecente salud”, lo cual pronunciado en 1946, con el hambre, las cartillas de racionamiento y una represión despiadada, provocó que algunos de los testigos que presenciaron el acto no acabaran de entender si el filósofo hablaba en tono sarcástico o había perdido la aguja de marear.
La supuesta información sobre nuestra felicidad planetaria se publicó en “El Mundo” el pasado martes, 28 de diciembre. Acabáramos. Era el Día de los Inocentes. Una tradición estúpida, de procedencia ignota, relaciona la invención de la Matanza de los Niños ordenada por el sátrapa Herodes, con la incitación a gastar bromas chabacanas y nada infantiles. Fue habitual en España y Latinoamérica. Los anglosajones y otras sociedades desplazaron esa majadería al mes de abril.
Cuando leí que España es el país más optimista de Europa me invadió una sensación extraña, como si uno estuviera viviendo en otro lugar del que creía. Se trataba del resultado de una encuesta realizada por Gallup en 44 países de todo el mundo
Durante el franquismo, tan gris él, para superar por un día el aburrimiento y divertirse a costa de la pobre gente, cada periódico solía insertar una inocentada. Es decir, una fake que escribiríamos hoy, en general tan estrafalaria como para animar los comentarios del público local. Este hábito para simples se mantuvo hasta fechas muy recientes y hasta es probable que aún se conserve en algunas especies antañonas de la fauna periodística. No hará veinte años sufrí en Soria una experiencia de ese tipo, sin acordarme de que la ciudad, la provincia y hasta la gente sobrevivían en aquel purgatorio helado. El diario local se divirtió el 28 de diciembre con una “deformación” exclusiva y relevante.
Las inocentadas se traducían en que la gente mayor se cuidara de no salir a pasear ese 28 de diciembre porque los niños se esforzaban por pegarles a la espalda un monigote de papel. El pegote provocaba más risas que advertencias y lo llevaban sin darse cuenta hasta llegar a casa. Se denominaban “travesuras de la infancia”.
Las inocentadas de invierno estaban íntimamente ligadas a otra tradición, muy frecuente en la época: la invención del “gafe”. Era como otra inocentada, pero más letal. Alguien en la cotidiana y soporífera tertulia del café decidía que Fulano era gafe. Se basaba en la holganza, cierta envidia soterrada y algunas anécdotas que confirmaban el origen de desgracias y accidentes en la víctima elegida. Así nacía un gafe. Nadie que yo sepa ha escrito nada sobre la importancia de “la cultura del gafe” en la inteligencia española de posguerra. Los académicos y asimilados se ocupan de cosas más benéficas para el escalafón. Es pena, porque se ha perdido una fuente que sólo se podría reconstruir por alguien que lo hubiera vivido, que diera fe de aquel involuntario pecado nefando.
Ser considerado un gafe marcaba tu vida; no es ninguna broma ni exageración. Lo que da de comer a un escritor es su renombre, luego llegan sus textos y los juicios sobre la obra. Un novelista gafe pasa a ser bautizado como “El Innombrable” y va acumulando más ceniza sobre su brasero conforme se suman más colaboradores a la tarea del sacrificio. Acaba convertido en un personaje desgraciado. Ya pocos se acuerdan de Juan Antonio Zunzunegui, un ingeniero bilbaíno que sería uno de los más exitosos novelistas en los años 50 y 60, hasta que se fue apagando bajo el peso de su condición de “Innombrable” por antonomasia.
Se basaba en la holganza, cierta envidia soterrada y algunas anécdotas que confirmaban el origen de desgracias y accidentes en la víctima elegida
Su prosa es farragosa y sus novelas plúmbeas, pero eso ni ayer ni hoy es óbice para triunfar. Camilo José Cela fue su competidor en la Real Academia allá por el año 1957 y está acreditado por testigos como el principal fabulador sobre la condición de gafe de Zunzunegui. Le venció en mala lid, como todo lo que se empeñaba por conseguir Camilo, un rey del chanchullo y la maledicencia. Se oscureció la figura de Zunzunegui como escritor, aunque fuera tan mediocre como la mayoría; no le citaba nadie, si podía evitarlo. Se le conocía como “El Innombrable”, nada más.
En la secta periodística había propensión a los gafes. En Bilbao el periodismo estaba condicionado por la estampa familiar de los Hermanos Barrena, manufactureros de gafes y auténtica hez del gremio; instructores de una generación de serviles mandarines de la pluma. En ese Bilbao plomizo alcancé a conocer un gafe; tenía conciencia de tal y escribía de sucesos. Respondía al nombre de Santos Zamora y se había convertido en su propia parodia; triste, mohíno, flaco como un penitente. Yo dirigía un periódico y el día que le contraté, porque era muy bueno en su oficio, la cafetería donde nos reunimos se quedó vacía y él hizo como que no se daba cuenta.
Se mataba con la palabra y las víctimas asumían su papel; no imagino qué otra cosa podían hacer en un mundo gris y acobardado. Cada ciudad, cada pueblo, parecía haber designado su gafe preferido. Nuestra literatura de la época, por más ramplona que fuera, no osó sacarlos del armario y probablemente ya es demasiado tarde; se consideraría una vulgaridad tan zafia como las inocentadas.
Porque las inocentadas, como los gafes, no se explican; ningún practicante de estos ritos asume su condición de torturador benevolente. Vivimos tiempos en los que sólo existen víctimas. Así quieren hacérnoslo creer quienes deciden sobre nuestros destinos. Si la mitad de los españoles son optimistas me gustaría enterarme del por qué. ¿Por la salud que disfrutan? ¿Por su envidiable situación económica? ¿Por el horizonte político cargado de buenos augurios? ¿Por su fraternal solidaridad? Tiene que haber algo que se me escapa, porque de no encontrarlo estaríamos hablando de un rebaño dispuesto a pasar por noticias las inocentadas y considerar gafes a los que están acojonados.