IGNACIO CAMACHO-ABC
- Detrás de tanta sobreactuación sólo hay una vulgaridad muy poco épica: un político que intenta esquivar una sospecha
Cabe presumir que Pedro Sánchez habrá leído y/o visto los principales periódicos y noticieros europeos durante sus ejercicios espirituales. Si lo ha hecho sabrá que la idea de que sopesa dimitir porque su esposa está acusada de corrupción es dominante en todos los titulares. No se habla en ellos de ataques de la oposición, ni de conspiración judicial, ni de democracia en peligro, ni de ‘lawfare’. Corrupción es la palabra unánime en esos medios –la BBC, el ‘Guardian’, ‘Le Figaro’, el ‘Times’–, bien lejanos de la fachosfera y de la galaxia digital española que el presidente considera tan despreciable. Quizás en su arrebato emocional del miércoles midió mal el impacto sobre su imagen. O tal vez que ésa es la percepción de una mirada desapasionada y distante de nuestras crispadas realidades: un político cuyo entorno familiar está envuelto en problemas judiciales. Una sospecha de tráfico de influencias cuyos detalles, más allá de que encajen o no en algún ilícito penal, no puede negar ni de hecho niega nadie.
Porque todo el asunto es mucho más vulgar de lo que pretende hacer ver la movilización propagandística del Partido Socialista. Y es el jefe del Gobierno quien con su reacción sobreactuada le ha dado carácter de anomalía tratando de hacerse la víctima de una persecución de la oposición aliada con oscuras terminales de la justicia. Nada nuevo ni excepcional: el señalamiento de los jueces es una característica común de los dirigentes populistas. Lo hemos visto con Trump en USA, con Orban en Hungría, con Bolsonaro en Brasil, con Morales en Bolivia, con Kirchner en Argentina. Ellos constituyen la encarnación del pueblo, el dique de la democracia frente a las castas que pretenden destruirla con maquinaciones e intrigas. Y fuera de su verdad transparente y limpia sólo hay intentos de desestabilización, maniobras torcidas, espurias asechanzas disfrazadas con el camuflaje de la autonomía jurídica.
Lo que Sánchez reclama con ese sonrojante mensaje de marido romántico y de gobernante desbordado, a punto de quiebra ante un atropello inhumano, no es más que un espacio de inmunidad, un rango de intocable protegido por la razón de Estado. Es decir, el privilegio de un blindaje, extensible a su familia, ante la ley que obliga al resto de los ciudadanos. Detrás de su impostura lastimera de honor herido hay un pronunciamiento contra el compromiso igualitario que está en la base del sistema democrático, una convicción en la intangibilidad providencialista de su liderazgo. Pero las cosas son como son, y tanto si renuncia como si se queda su caso no pasará de algo tan cotidiano como el de un mandatario acorralado por un escándalo que además él mismo ha agrandado al echar los pies por alto. Se trata de una cuestión tan ordinaria como una denuncia de corrupción tramitada en un juzgado. Lo demás es simulacro, ruido, artificio melodramático. Épica de saldo.