IGNACIO CAMACHO-ABC
- La revocación de la sentencia de los ERE prefigura los argumentos para determinar la futura impunidad del Gobierno
El creciente y cenital protagonismo de la justicia en la vida pública española no responde tanto a una excesiva judicialización de la política, como suelen decir los miembros de la nomenclatura de los partidos, sino a su progresivo alejamiento de las bases del Derecho. En las élites dirigentes se ha impuesto la idea populista de que la mayoría parlamentaria, por ajustada que sea, carece de límites legales porque encarna una fantasmal ‘soberanía popular’ que la Constitución no define en ninguna parte, y ese concepto sesgado se ha convertido en un constructo instrumental para imponer sobre la comunidad el criterio de la ideología dominante. El resultado es una acción legislativa arbitraria, a menudo rayana en la desviación de poder, abocada a un inevitable litigio en los tribunales que suele interpretarse como un conflicto de legitimidades en vez de como el factor clave del equilibrio institucional en un Estado provisto de los necesarios mecanismos de arbitraje.
En la última semana, los españoles hemos asistido, no sin estupor, a dos episodios de revisión jurídica de delitos de malversación resueltos de manera diametralmente distinta. Por un lado, el Tribunal Supremo ha considerado inaplicable la amnistía a los principales líderes de la insurrección separatista, renunciando incluso a plantear cuestión prejudicial al encontrar en la propia ley unas rendijas técnicas que invalidan la intención del legislador de auspiciar una interpretación automática, terminante y extensiva. Por otro, y casi al mismo tiempo, la Corte de Garantías ha revocado la doble sentencia del fraude de los EREs en Andalucía bajo el argumento general de que la norma aprobada por el Parlamento autonómico amparaba en sí misma la concesión de subvenciones discrecionales sin controles de supervisión administrativa, y por tanto eximía de culpa penal a la cúpula política que proyectó un sistema viciado de reparto clientelista.
Más allá del ya largo pulso entre dos jurisconsultos tan reputados como Manuel Marchena y Cándido Conde-Pumpido, y de la inquietante autoconfiguración del Constitucional como última instancia de alzada, las resoluciones contrapuestas dejan a la opinión pública ante la sensación amarga de que los altos órganos judiciales reflejan la atmósfera de polarización sistemática en que la sociedad española se encuentra instalada. Pocos ciudadanos dudan ya de que la sedicente mayoría ‘progresista’ –léase sanchista– del TC dará la vuelta al dictamen del Supremo para alinearlo con las tesis oficialistas cuando llegue el momento. Más difícil resulta sin embargo atisbar el sentido último del pronunciamiento sobre el desfalco andaluz, calificado por la oposición como una suerte de indulto encubierto. Lo parece, pero quizá convenga mirar algo más lejos. En concreto, hacia la impunidad de unas eventuales responsabilidades del actual presidente del Gobierno.