Carlos Sánchez-El Confidencial
- La lógica de la guerra, es decir, solo puede haber un ganador, se ha incorporado a la acción política. El resultado se traduce en un litigio permanente trasladado con toda intensidad a los tribunales. ¿Gobiernan los jueces?
Si es verdad que tanto la política, como la diplomacia, han nacido para resolver dificultades y ordenar el conflicto social, es posible que lo que ha sucedido en las últimas semanas muestre mejor que ninguna otra realidad las insuficiencias del sistema político para solucionar problemas. Probablemente, como sostenía hace unos días un especialista en estrategia militar, porque la política española se ha empapado de la lógica de la guerra, en cuya esencia está el hecho de que solo puede haber un ganador. Todo aquel que se lanza a una guerra piensa que Dios está de su parte, dijo en alguna ocasión Oliver Cromwell.
Algunos teóricos lo han achacado a que somos hijos del derecho romano, lo que hace que, al contrario que en el mundo anglosajón, no seamos pactistas, toda vez que la ley, solo la ley, es quien dice quién tiene razón y quién carece de ella, lo que convierte a los jueces en el núcleo —no son un mero árbitro sin contenido material alguno— del sistema político. Y la aplicación de la ley, como se sabe, no se negocia. Se ejecuta y punto, porque de otra manera primaría la inseguridad jurídica. Algunos lo han llamado el Gobierno de los jueces, la critarquía, más frecuente en los países continentales reacios a la solución extrajudicial de los conflictos.
Somos hijos del derecho romano, lo que hace que, al contrario que en el mundo anglosajón, no seamos pactistas. Solo la ley quita y da razones
Ese principio rector es impecable en términos formales, pero es un incentivo para hacer descansar en los tribunales la razón política, que no siempre coincide, como no puede ser de otra manera, con la razón jurídica. Entre otras razones, porque de lo que se trata es de interpretar la Constitución, que lejos de aplicarse de modo formalista, debe ser tenida en cuenta a la luz de los fines que persigue, como demostró hace más de 200 años la celebérrima sentencia Marbury vs. Madison, que proclama la supremacía del texto fundamental, pero delimitando las competencias de los poderes públicos, incluso las de la propia Corte Suprema frente al ejecutivo, en el nombramiento de los magistrados.
En aquella ocasión, en 1803, el litigio comenzó a causa del nombramiento de jueces por un Gobierno saliente, el de John Adams, que impugnó nada menos que Madison, futuro presidente de EEUU. Y lo que dejó claro la sentencia del legendario juez Marshall es que la Constitución es un texto de naturaleza política que interpretan los jueces. Ni cae del cielo ni es una entrega divina. Básicamente, porque los hombres no somos ángeles, como decía el propio Madison. Por eso se hacen las leyes, que desde luego no son neutrales ni ideológicamente asexuadas, como a veces dejan entrever muchos políticos. Como tampoco lo son, no puede ser de otra manera, los propios jueces.
Estrategia de oposición
La idea del conflicto entre los diferentes poderes del Estado ha estado históricamente en el centro de la estrategia del Partido Popular ya desde los tiempos de su presidente fundador, Manuel Fraga, quien siempre articuló su labor de oposición alrededor de los tribunales. Sus sucesores continuaron por esta vía, lo que explica que la litigiosidad suela dispararse durante las etapas de Gobierno socialista. Muchos lo han achacado a la existencia de un ecosistema claramente conservador —excepto en el ámbito de los juzgados de lo social— en el mundo de la justicia, como se refleja en el nivel de representación de las distintas asociaciones judiciales.
Se dirá, sin embargo, que también puede ser consecuencia, precisamente, de que los conservadores son respetuosos con la ley, al contrario que los socialistas, que tienden a violentarla, pero lo cierto es que unos y otros han merecido en numerosas ocasiones el reproche constitucional.
El uso y abuso de la vía judicial en el sentido más amplio está provocando un hecho singular. Se está produciendo una mutación constitucional
Lo cierto, sin embargo, y así se puede observar en el número de recursos de inconstitucionalidad presentados por conservadores y socialistas, es que es claramente superior en el primero de los casos. El propio TC, en ocasiones, ha censurado a través de muchos de sus magistrados el abuso en la utilización de este instrumento para resolver conflictos, por ejemplo en cuestiones territoriales, habida cuenta de que se trata de materias que deberían resolverse en el ámbito de la política.
En ocasiones se ha hablado, incluso, de colapso en el Constitucional por la interposición de todo tipo de recursos, conflictos de competencias o impugnaciones. Lo que ha sucedido en Cataluña en los últimos años tiene mucho que ver con el desistimiento de la política como cauce para resolver problemas. Y de aquellos polvos, estos lodos.
El juez legislador
Algunos juristas han destacado que el uso y abuso de la vía judicial en el sentido más amplio está provocando un hecho singular. Se está produciendo una mutación constitucional por la vía de los hechos, ya que es la doctrina del Tribunal quien actualiza la Constitución ante la incapacidad de los partidos políticos para ponerla al día y adecuarla al nuevo contexto sociopolítico. Al final y al cabo, la España de hoy es bastante distinta a la de 1978. También los jueces, en muchos casos ante la baja calidad técnica de las leyes, son quienes interpretan de manera libérrima lo que dice la norma, lo que a la postre se traduce en un incumplimiento del mandato legislativo emanado del parlamento.
Ni que decir tiene que convertir el juez juzgador en un juez legislador es una aberración jurídica y constitucional, pero esto ocurre de forma frecuente. De nuevo, porque problemas de naturaleza política se convierten en pleitos judiciales. Este escenario de confrontación es el que impera hoy en la política española, atrapada por lo que algunos han llamado la estrategia de las dos orillas, que consiste en que cada parte se sitúe en uno de los márgenes sin que ningún puente o pasarela pueda cruzar el río.
La consecuencia es obvia. Ante la inutilidad de la política para resolver problemas que son de su propia naturaleza, España se ha convertido en una especie de facultad de Derecho que corre el riesgo de enfrentar democracia y ley, lo cual es el camino más recto para la degradación de la propia democracia. Y lo que es peor, vacía de contenido al propio parlamento, que es el escenario que articula la soberanía popular.