- La democracia no consiste en elegir al déspota cada cuatro o cinco años
No hace falta ser lector de Tocqueville, y dudo de que nadie en el Consejo de Ministros lo sea, para comprender la relevancia de la independencia del Poder judicial para salvaguardar la libertad. Cualquier tirano o aprendiz de ello lo sabe y siempre emprende un proceso para su control total. Incluía el pensador francés entre los medios principales para combatir el despotismo democrático a los jueces. Esto significa que es posible el despotismo democrático y que la democracia no excluye el camino hacia el despotismo. Y ponía el ejemplo de los Estados Unidos del siglo XIX. Ningún otro país había constituido un poder judicial tan fuerte. Y no solo mediante el Tribunal Supremo, sino también mediante la potestad conferida a todos los jueces de no aplicar una ley o disposición del Gobierno si apreciaba en ella síntomas de inconstitucionalidad. Naturalmente, no tenía la última palabra, pero era un poder extraordinario. El más modesto juez del más pequeño pueblo de la nación podía negarse a aplicar una ley de la Cámara de Representantes y del Senado, así como una disposición del Presidente. El poder judicial no solo controlaba al Gobierno sino también al Parlamento. Si el poder del pueblo no está limitado, no hay libertad. Por no hablar de Montesquieu.
Es más que dudoso que, como pretende el Gobierno, así se cumple la Constitución. Este acuerdo debería ser solo un medio para llegar a la modificación del sistema de designación de los miembros del CGPJ. La interpretación última de la Constitución corresponde al Tribunal Constitucional, pero existen límites a ella. La interpretación no puede ser arbitraria ni contradecir la letra y el espíritu de la Carta Magna. El artículo 122.3 establece: «El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. De éstos, doce entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales, en los términos que establezca la ley orgánica; cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados, y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y otros juristas, todos ellos de reconocida competencia y con más de quince años de ejercicio en su profesión». La voluntad política no puede abolir el Derecho. Tampoco la Gramática. El Congreso elige, cuatro, no diez. El Senado elige cuatro, no diez. Los doce restantes deben elegirlos los propios jueces. Y solo un ignorante devoto de la tiranía puede argumentar que los jueces no han sido elegidos por los ciudadanos. Se trata precisamente de eso. Para aplicar la ley no pueden depender de ningún otro poder del Estado. Ni del titular de la soberanía nacional.
Este arreglo, creo que inconstitucional como, en general, lo es el sistema actual, impide, al menos de momento, el control total de la Justicia por el Gobierno. Pero solo puede ser una estación de paso para llegar al cambio del sistema de designación y al cumplimiento de la Constitución. La democracia no consiste en elegir al déspota cada cuatro o cinco años. Menos aún, en elegirlo para siempre.