JOSEBA ARREGI, EL CORREO 12/12/13
· Fuera de su visión de Euskal Herria, para la izquierda abertzale radical no hay forma de ser o sentirse vasco.
Creo que no me equivoco si digo que en los discursos y debates sobre la memoria, sobre los planes de paz, sobre los institutos de la memoria, la Guerra Civil de 19361939 hace acto de aparición una y otra vez. Hablando, pensando, debatiendo, proyectando lo que debe ser la memoria de la historia de terror de ETA aparece, como parte integrante de esa memoria la Guerra Civil. Aunque también lo hubiéramos sabido sin él, Michel Foucault nos explicó que la capacidad de establecer cesuras en la historia haciendo comenzar un período o un tiempo en una determinada fecha, al igual que la capacidad de establecer cesuras en los discursos, poniendo puntos, comas, estableciendo párrafos, capítulos y otras particiones, es un ejercicio de poder. Incluir, al igual que no incluir, la Guerra Civil del 36 en los discursos, planes y proyectos de memoria obligados por la historia de terror de ETA implica, pues, ejercicio de poder, tiene un significado, no es inocente, y conviene analizar a qué se debe, de qué interés proviene y cuáles son, o pueden ser al menos, sus consecuencias.
Las comunidades políticas tienden a fundamentarse en mitos históricos. El rastreo de esos mitos fundacionales permite entender la historia de esas comunidades políticas: la Francia que se funda en el mito de conversión de Clodoveo no es la misma Francia que se funda en la resistencia de los galos ante los romanos. Aunque la verdadera Francia, esa que creemos eterna porque nos la presentan así, se funda en el mito de la victoria en la Primera Guerra Mundial, a la que llaman la ‘grande guérre’. Pero esos mitos no hacen que la comunidad sea política y democrática, sino simplemente comunidad histórica. Sólo los textos fundacionales que recogen acuerdos básicos entre diferentes crean comunidades políticas.
En el caso de Euskadi, y dejando de lado nuestra historia desde el paleolítico, el nacionalismo vasco, más allá de las cuatro batallas de Sabino Arana, quiere fundar la comunidad vasca en el mito de haber ganado la paz aun habiendo perdido la Guerra Civil. Y si Euskadi ganó la paz en la Guerra Civil, los vencedores no la ganaron, sino que se quedaron con la guerra y con la mala conciencia. Este mito se basa en que la Guerra Civil fue española, pero no vasca, que fue una guerra de España contra Euskadi, creando la dicotomía fundamental que ha dado sentido a la visión nacionalista.
El nacionalismo de la izquierda radical vasca asume esta dicotomía como punto de partida, y la asume basada en el mismo mito de que los vascos preservaron la buena conciencia frente a la mala que anidaba en el alzamiento nacional y en la dictadura de Franco. La dicotomía Euskadi-España creada tras la guerra se radicaliza con ETA y se convierte en elemento estructural de la mentalidad de muchos vascos. España es una cosa y Euskadi es otra. Y en Euskadi no hay, ni debe haber rastro de lo que se llama y denomina España. Sólo entonces se dará la verdadera Euskadi, que ahora vuelve a llamarse Euskal Herria, y sólo entonces se podrá decir que existe por parte de España el verdadero reconocimiento de la nación vasca.
En estos juegos con la historia suele gustar a los nacidos más tarde dotarse de una genealogía aceptable. A los nacionalistas de hoy les interesa subrayar que ya sus padres fueron antifranquistas, y que ya sus abuelos lucharon por una Euskadi independiente. El problema radica en que la sociedad vasca es una sociedad pequeña y en muchos casos se conoce la historia de las familias desde hace varias generaciones. Y la supuesta limpieza genealógica que funda la buena conciencia de los actuales no siempre es posible sustentarla. De carlistas fueristas pudieron surgir franquistas, y de éstos radicales nacionalistas. Lo que permanece en el tiempo es la voluntad de definir el conjunto de la sociedad vasca desde una visión exclusiva de parte. Del euskaldun=fededun al euskaldun=abertzale o nacionalista. Sólo hay, sólo debe haber una única forma de ser vasco. En la historia de la Iglesia católica hubo una fórmula que expresaba esta idea a la perfección: «extra ecclesiam nulla salus», fuera de la Iglesia no hay salvación, fuera de la visión de Euskal Herria de la izquierda abertzale radical no hay identidad posible, no hay forma posible de ser o llamarse vasco. Y a esta fórmula respondía la otra que hablaba del ‘compelle intrare’, de obligar a entrar en la Iglesia, en la comunidad. Estás fórmulas sirvieron de base a la Inquisición, y sirven a todos los planteamientos totalitarios. Hace algún tiempo que el dirigente de la izquierda nacionalista radical Pernando Barrena, preguntado por un periodista si no reconocía que hubiera en la sociedad vasca personas que no veían a Euskadi o Euskal Herria de la misma forma que ellos, contestó diciendo que «ya los convenceremos», es decir, ya los convertiremos.
Y es que el totalitarismo cuando eleva la parte a totalidad realmente sueña con una totalidad, con construir la totalidad, dar forma al conjunto tal y como lo ve él. Y quiere que esa totalidad, ese conjunto contenga a todos. Pero para ello primero tiene que hacer que todos sean como ellos, los tiene que convencer, los tiene que convertir, los tiene que transformar, tienen que dejar de ser distintos a él para que entren en la homogeneidad sin la que son incapaces de pensar la totalidad.
El politólogo Hermann Lübbe, en un ensayo titulado ‘Libertad y Terror’, escribe la siguiente frase: «En tanto en cuanto el sujeto del Terror es, en última instancia, ‘transcendental’ (que supera la realidad empírica de los distintos sujetos), no puede, al final, excluir de la universalidad de su propia subjetividad la subjetividad de la víctima. Por eso el terror, cuando se completa, fuerza que la víctima esté de acuerdo con su propia liquidación y entienda la necesidad de esa liquidación. Esta es la forma de la reconciliación como obra del propio terror».
JOSEBA ARREGI, EL CORREO 12/12/13