- Las promesas son fuente de obligaciones y nos dan la seguridad de que los parlamentarios respetarán las reglas y los procedimientos fijados en la Constitución.
Si en algún campo cobran los juramentos un sentido capital (de integración constitucional) es en el caso de los altos servidores del Estado, desde su majestad el rey a los representantes de la nación. Dentro de tres meses volveremos a ver a nuestros diputados y senadores prestando la promesa de acatamiento de la Constitución.
Pues bien, el Tribunal Constitucional, que en estos días examina un recurso al respecto, tiene una ocasión preciosa para rectificar su jurisprudencia y dejar claro que los futuros diputados y senadores tienen que tomarse en serio los juramentos.
La historia de este conflicto viene ya de lejos. Por lo menos, desde cuando el Tribunal Constitucional decidió modificar la práctica que las Cortes Generales venían siguiendo desde los primeros momentos de la democracia. Me refiero a la obligatoriedad del juramento y a su adecuada exteriorización.
Hagamos un poco de memoria.
El día 14 de diciembre de 1982, en el Pleno del Congreso de los Diputados, se incluyó por tercera vez como punto del orden del día «el juramento o promesa de acatamiento a la Constitución por los señores diputados que no lo hubieran prestado». Ante la incomparecencia de los diputados electos de Herri Batasuna José Manuel de Dorremochea Aramburu y Pedro Solabarría Bilbao, quienes no estaban dispuestos a prestar el preceptivo juramento, el presidente del Congreso les negó la condición plena de diputados.
El Tribunal Constitucional rechazó en aquella ocasión el recurso de amparo que dichos diputados electos presentaron (STC 101/1983).
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Tras las elecciones de 1989, tres miembros de Batasuna, Aizpurúa, Idígoras y Alcalde, prestaron juramento a la Constitución, pero añadiendo que lo hacían «por imperativo legal». El presidente Félix Pons, siguiendo la línea de firmeza aplicada en este punto en la anterior legislatura por Gregorio Peces-Barba, negó que con dicha fórmula hubieran adquirido la condición plena de diputados. El Gobierno se negó a transferir a los mismos los recursos económicos que reclamaron.
No faltaron parlamentarios y algunos medios de comunicación que juzgaron aquella firme posición del presidente Pons como una argucia para que el Gobierno lograra por esta vía la mayoría absoluta. Sencillamente no entendían el profundo sentido y la importancia que tienen los juramentos en la cultura constitucional: asegurar a los ciudadanos que sus representantes perseguirán sus objetivos, sean estos los que sean, respetando las reglas de cambio del propio sistema.
«En 2019, los diputados de Vox juraron ‘por España’; los de Podemos, ‘por la democracia y la república’; y los diputados nacionalistas catalanes, ‘por compromiso republicano'»
Pero el Tribunal Constitucional, en una seráfica sentencia (STC 119/1990, de 21 de junio), amparó aquella fórmula de juramento rechazando cualquier «formalismo rígido» a este respecto. Pese a ser recibida por algunos medios y parlamentarios como una sentencia «histórica», «congruente» y «progresista», esta sentencia abrió la vía para que en el Congreso se hayan dejado de tomar en serio los juramentos.
En 2019, los diputados de Vox juraron «por España»; los de Podemos, «por la democracia y la república»; y los diputados nacionalistas catalanes, «por compromiso republicano» y «como presos políticos». Aquella jurisprudencia constitucional de 1990 (reiterada por la STC 74/1991) ha permitido una práctica que frivoliza y pervierte el sentido de los juramentos de los altos cargos y abochorna a la inmensa mayoría de los ciudadanos.
En realidad, ¿qué es lo que nos interesa a los ciudadanos de los juramentos de nuestros representantes?
En un sistema liberal y en una sociedad plural como la española sabemos, y lo defendemos, que hay ciudadanos que aspiran a la independencia de su región, a constituir España en una III República o a eliminar las Comunidades Autónomas. Están en su derecho porque esta Constitución no es militante y admite como posibles todos los fines y programas de los ciudadanos. Jurar la Constitución no supone necesariamente una adhesión ideológica ni una conformidad a su total contenido.
Pero hay cuatro artículos de la Constitución (del 166 al 169) que son el núcleo duro de la misma y que tienen que respetarse en todo caso. Son los artículos que regulan los mecanismos de reforma de nuestra Constitución. Hay que respetarlos incluso para su propia reforma.
«Los juramentos no son, pues, la expresión de un formalismo rígido, un mero rito, fórmula de cortesía o una supervivencia medieval»
Y lo que nos importa a todos los españoles cuando nuestros representantes acceden a su función es tener la confianza de que estos no intentarán sus objetivos nuevamente por medios ilegales, sean estos el tiro en la nuca, la sedición o los posmodernos «desórdenes públicos agravados».
Las promesas son fuente de obligaciones y, por ello, nos dan la seguridad a los españoles de que los promitentes perseguirán sus proyectos, sean los que sean, respetando las reglas y los procedimientos fijados en la Constitución. Dicho en otros términos, que aceptan esos cuatro artículos (del 166 al 169) de la Constitución.
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Los juramentos no son, pues, la expresión de un formalismo rígido, un mero rito, fórmula de cortesía o una supervivencia medieval. Es hacer posible que florezca ese auténtico capital social que es la confianza de los ciudadanos en sus representantes. Permitirles frivolizar con juramentos «por España», «por la democracia y la república», «por compromiso republicano», «como preso político» o por lo que se les ocurra dentro de tres meses es no tomarse en serio los juramentos ni a los ciudadanos. Más aún, es reírse de ambos.
El Constitucional tiene ya la palabra. Si no pone coto a estas malas prácticas, pasadas estas elecciones aparecerán nuevos o viejos diputados con sus promesas extravagantes y ofensivas. Y si va a ser así, mejor sería olvidarnos de los juramentos o realizarlos a puerta cerrada para que los ciudadanos no nos escandalicemos de tanta frivolidad y falta de respeto.
¿Puede y debe hacer algo el Tribunal Constitucional para evitarlo? Yo creo que sí.
*** Virgilio Zapatero es catedrático emérito, exrector de la Universidad de Alcalá y exministro de Relaciones con las Cortes.