Los justos

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La Justicia necesita profesionales sin etiquetas, libres de la sospecha de alineación política para progresar en la carrera

Los jueces tienen sesgo. Menudo descubrimiento. El sesgo se les ve en las instrucciones procesales, en las sentencias –no siempre, por fortuna–, en las publicaciones académicas, en las colaboraciones periodísticas y, al menos a la mitad de ellos, en la participación asociativa. El problema no es tanto la tendencia individual de cada uno de ellos, ni su ideología, como la naturalidad con que han permitido que se extienda la clasificación entre ‘conservadores’ y ‘progresistas’, que constituye un correlato casi lineal de las formaciones políticas. Buena parte de la culpa del creciente descrédito institucional del sector la tiene la normalización de esa dicotomía, que perjudica también a la mitad de la profesión no adscrita a ninguna entidad corporativa. A ello hay que añadir que para salir elegido vocal del Consejo del Poder Judicial o magistrado del Tribunal de Garantías no es necesario ser juez o fiscal sino que basta con la condición de jurista: abogado, profesor o cualquier otra dedicación encuadrable en esa categoría. Y esta amplitud conceptual, necesaria para abarcar en dichos órganos la heterogeneidad del Derecho y de la Administración de Justicia, ha terminado por convertirse en una ventana por la que se cuelan las intromisiones partidistas mediante el procedimiento de las malditas cuotas elaboradas bajo el principio de condescendencia recíproca: yo no me meto en la tuya y tú no te metes en la mía.

La solución al conflicto actual avanzaría bastante si el Gobierno y la oposición se avinieran a pactar, mientras se cambia o no el sistema, unos perfiles difíciles de encasillar en la dialéctica de izquierdas y derechas. Personas en quienes se pueda reconocer una trayectoria objetiva de autonomía de criterio, libres de etiquetas, de sospecha de obediencia o de alineación política previa y que no necesiten arrimarse a los partidos para progresar en su carrera. Profesionales justos, en suma, cuyas decisiones estén a salvo de la previsibilidad y no resulten conjeturables de antemano. Se llama idoneidad, y es requisito ‘sine qua non’ para recuperar el prestigio del tercer poder del Estado, maltrecho a causa del hábito de escoger su cúpula por extrapolación directa de los bandos parlamentarios. Lo que importa, o debería importar, es el mérito antes que un consenso a menudo convertido en simple chalaneo. En vez de cupos cerrados, seleccionados por afinidad de pensamiento, una negociación puesto por puesto con mutuo derecho de veto y mayoría cualificada –ésa sí está ya en la ley– de refrendo. Luego, claro, los electos tendrían que ganarse la legitimidad de ejercicio decisión a decisión, veredicto a veredicto. Pero al menos quedarían atenuados los prejuicios y la desconfianza ciudadana sobre posicionamientos doctrinarios o intereses banderizos. ¿Ingenuo? Se puede hacer con el método vigente y es sencillo… si existiese voluntad de juego limpio.