Adrian Shubert– El País
Hay que leer bien la Ley de Claridad de Canadá: es falso que la autorización de un referéndum sea un criterio básico para medir la calidad democrática. Y es erróneo suponer que la negociación de la consulta se limite al acuerdo sobre su logística
A los canadienses siempre nos sorprende que la gente de otros lugares esté al tanto de lo que sucede en nuestro país. Y cuando no solo están al tanto, sino que prestan verdadera atención, nuestra sorpresa se convierte en una mezcla de shocky curiosidad. El uso repetido del ejemplo de Canadá, la llamada vía canadiense, en los debates sobre el problema político más importante que tiene España —el lugar de Cataluña dentro del país— es uno de esos momentos.
Era el segundo referéndum sobre la cuestión, después del de 1980, y todo parecía indicar que el Gobierno de Quebec iba a seguir convocando consultas hasta lograr el resultado que deseaba. Lucien Bouchard, que se convirtió en líder del PQ después del referéndum, dijo que pensaba celebrar otro en 1997. El Gobierno federal remitió la cuestión al Tribunal Supremo de Canadá, que dictó un fallo unánime en 1998.
Canadá es un Estado federal, sin un principio de indivisibilidad como el de la Constitución de 1978
El fallo del Tribunal tenía dos partes. En primer lugar, afirmaba que una declaración unilateral de independencia violaría tanto la Constitución de Canadá como las leyes internacionales. Y en segundo lugar, decía que “una mayoría inequívoca en favor de la secesión, a partir de una pregunta clara, daría legitimidad democrática a la iniciativa de secesión” y exigiría que el Gobierno federal y las demás provincias entablasen negociaciones con Quebec, unas negociaciones en las que “sería necesario conciliar los distintos derechos y obligaciones de dos mayorías legítimas, la de la población de Quebec y la de Canadá en su conjunto”.
El Tribunal Supremo dictó también que la decisión de qué constituía “una mayoría inequívoca a partir de una pregunta clara” era un asunto político y no judicial. La reacción del Gobierno federal de Jean Chrétien fue presentar la Ley de Claridad, redactada por Stéphane Dion, que entró en vigor el 29 de junio de 2000.
La ley daba a la Cámara de los Comunes el poder de decidir si la pregunta hecha en un referéndum estaba clara, y afirmaba que cualquier pregunta que no se refiriera exclusivamente a la secesión no lo estaba. También le daba la potestad de decidir si había una mayoría clara, lo cual implicaba que el 51% era insuficiente. Asimismo exigía que las negociaciones posteriores a un referéndum legítimo tuvieran en cuenta las opiniones de las demás provincias, todos los partidos políticos representados en el Parlamento de Quebec y “cualquier declaración o resolución formal de los representantes de los pueblos aborígenes de Canadá, en especial los de la provincia cuyo Gobierno haya propuesto el referéndum sobre la secesión”. Esta última cláusula era especialmente importante, porque los electores pertenecientes a las Naciones Originarias (los pueblos indígenas) habían votado en un 96% contra la escisión. Por último, la ley establecía que para la secesión era necesario modificar la Constitución, un proceso complejo y delicado.
La Federación se ha fortalecido mucho después de la Ley y hay menos tensión separatista
Como es lógico, a los separatistas no les gustó la ley y, seis meses después de su proclamación, la Asamblea Nacional de Quebec aprobó, con 69 votos a favor y 41 en contra, la Ley sobre el Ejercicio de los Derechos Fundamentales y las Prerrogativas del Pueblo Quebequés y el Estado de Quebec. Más conocida como Ley 99, rechazaba el derecho del Parlamento federal a determinar la legitimidad de un referéndum convocado por el Gobierno de la provincia y declaraba que una mayoría del 51% era suficiente para decidir la cuestión.
Aunque lo haya simplificado así, la sentencia del Tribunal Supremo y la Ley de Claridad son dos instrumentos llenos de matices. Eso significa que, desde la distancia, todo el mundo puede aprovechar algo. En otras palabras, se prestan a que unos grupos y otros se las apropien de manera parcial e interesada.
Este “picoteo selectivo” es lo que ha ocurrido en España, sobre todo entre los nacionalistas, que lo han utilizado para crear lo que el experto legal de la Universidad del País Vasco Francisco Javier Romero Caro denomina “su propio relato canadiense”. Dicho relato establece que la autorización de un referéndum es el criterio fundamental para medir las credenciales democráticas de un sistema político, e interpreta, equivocadamente, que la obligación de negociar es la obligación de negociar “la logística de la secesión”, y no “todo el problema que puede llevar, o no, a la secesión”. Y no tiene en cuenta en absoluto las enormes diferencias constitucionales entre los dos países: Canadá es un Estado federal, muy descentralizado, cuya Constitución no contiene ningún principio de indivisibilidad similar al artículo 2 de la Constitución de 1978.
Por último, hay que resaltar que, en los años transcurridos desde la aprobación de la Ley de Claridad, el separatismo de Quebec lo está pasando mal. El Parti Québecois perdió el poder en 2003 y, desde entonces, ha gobernado menos de dos años. Su porcentaje de voto en las últimas elecciones, en abril de 2014, fue el más bajo desde 1973. Su homólogo a nivel federal, el Bloc Québecois, ha perdido apoyos electorales sin cesar desde 2004, hasta un mínimo del 19,3%. No se sabe bien hasta qué punto tiene que ver esto con la Ley de Claridad, pero en Canadá, hoy, hay menos preocupación y sensación de amenaza por el separatismo que en los últimos 40 años. Por ahora, al menos, la vía canadiense ha llevado a una federación más fuerte.
Adrian Shubert es profesor en el Departamento de Historia de la Universidad de York en Toronto.