Ignacio Varela-El Confidencial
- Creíamos que había que defender esta democracia de las fuerzas destituyentes, pero resulta que es más urgente defenderla de las que un día fueron constituyentes y ya no se sabe lo que son
El Tribunal Constitucional es la viga maestra de la protección de los derechos y libertades en la democracia española. Cuando se debilita o deteriora, el edificio entero se tambalea. Y si entrara en descomposición, habría comenzado el tránsito a un Estado autoritario. Colaborar a ello, como acaban de hacer los dos partidos gubernamentales y el primero de la oposición, es una irresponsabilidad temeraria, dolosa y fraudulenta. Algo lógico en el caso de Unidas Podemos, a quien le trae sin cuidado la higiene institucional de un sistema en el que no cree. Pero imperdonable por parte del PSOE y del PP, cegados definitivamente por la nube de azufre que se ha adueñado de la política española.
El Tribunal Constitucional no pertenece al poder judicial, ni al ejecutivo ni al legislativo: está por encima de todos ellos. Todos los poderes del Estado participan en su formación y después responden ante él. Es el árbitro que garantiza que la Constitución se cumpla en su letra y en su espíritu, el que corrige abusos y desviaciones. Si un Gobierno comete una tropelía, un Parlamento aprueba una ley que desborda la Constitución o un tribunal dicta una sentencia injusta, ahí está el TC para impedirlo. Y si cualquier ciudadano siente que se han lesionado sus derechos fundamentales, tiene en su mano el recurso de amparo para que se le restituyan.
El Tribunal Constitucional fue más decisivo que nadie para frenar la insurrección institucional en Cataluña en 2017. Hace más que nadie por cuidar el equilibrio de poderes y competencias entre el Gobierno central y los autonómicos, siempre tentados de invadirse. Y aunque sea a toro pasado, está corrigiendo el alud de desmanes jurídicos perpetrados por el Gobierno de Sánchez con el pretexto de la pandemia. Con todos sus defectos (que los tiene, y muy serios), jugar espuriamente con esa institución es lesionar la médula espinal de esta democracia.
Se dirá que esta renovación de cuatro magistrados del TC se ha desarrollado como todas las anteriores: los dos grandes partidos negocian bilateralmente, buscan candidatos próximos a sus ideas y se los reparten por cuotas. En realidad, no es así. Basta leer el artículo 159 de la Constitución para constatar que en este proceso su espíritu se ha pisoteado con reiteración, premeditación y alevosía. Eso sí, se ha hecho bilateralmente.
Para empezar, la institución ha sido secuestrada durante meses a cuenta de una pelea que, teóricamente, no le afectaba, puesto que —se decía— el objeto contencioso es el método de elección del Consejo General del Poder Judicial. Mentira. El objetivo real de unos y otros es el propio Tribunal Constitucional. Concretamente, el intento del Gobierno por volcar a su favor la mayoría ideológica de sus componentes (actualmente conservadora) y del PP por impedirlo a toda costa. La disputa por el CGPJ es meramente instrumental.
Segunda anomalía: el Gobierno se ha personado como parte en una negociación que corresponde únicamente a los grupos parlamentarios. Dentro de unos meses, el Gobierno designará (esta vez, legítimamente) a otros dos magistrados. La voracidad del poder sanchista no conoce límites, incluso para ningunear y suplantar a sus propios diputados.
Es obvio que el constituyente pretendió revestir a los miembros del TC de una especial autoridad moral por dos vías: exigiendo el respaldo de una amplia mayoría y confiando en que siempre se buscarían nombres de la máxima calidad. Ambos principios han quebrado en esta ocasión.
No es normal ni tiene precedentes que 100 diputados no se tomen siquiera la molestia de participar en una votación como esta. Como nunca antes sucedió que el Tribunal Supremo fuera represaliado y preterido como lo ha sido ahora. Pero lo peor es la infecta selección de los candidatos.
En una negociación a la antigua usanza, ni el PSOE ni el PP se habrían atrevido a poner sobre la mesa estos cuatro nombres. Todos los magistrados elegidos hasta la fecha respondían, claro, a una u otra orientación ideológica. Pero garantizaban un estándar de calidad y respetabilidad que en esta ocasión se ha ignorado olímpicamente.
Ya que lo del CGPJ permanece incierto, los capitostes del Gobierno y del PP solo han buscado instalar preventivamente en el TC a centuriones políticos con toga, blindar sus respectivas minorías de cemento con combatientes cortados a pico para prevenir cualquier desviación a la hora de dictaminar. La cualificación y la apariencia de imparcialidad han funcionado como deméritos.
Es hipócrita y ridículo que Pablo Casado defienda este adefesio como un paso hacia la despolitización del alto tribunal, cuando se trata de una elección politizada hasta el paroxismo. Muchos juristas ilustres que ocuparon cargos políticos, incluso en el ámbito del Consejo de Ministros, podrían sentarse en el alto tribunal con más garantías éticas y estéticas que los nombrados. Se ha elegido con todo cuidado a un correveidile del PP manifiestamente incompatible, a los dos jueces más sectarios de la Audiencia Nacional y a alguien cuyo único mérito conocido es pertenecer al poderoso ‘lobby’ feminista del PSOE. Todos ellos se hartarán de recibir recusaciones.
En los Estados Unidos, existe la práctica del ‘vetting’, que consiste en que, antes de designar a alguien para una responsabilidad pública, se escruta exhaustivamente su perfil para evitar disgustos posteriores. Este escrutinio previo es especialmente intenso cuando el cargo propuesto tiene que ser sometido a ratificación parlamentaria, como sucede con los miembros del Tribunal Supremo. ¿Por qué? Porque existe una probabilidad real de que el Senado haga su propio ‘vetting’ y rechace al candidato. Allí, ninguno de estos cuatro habría pasado el escrutinio preliminar del proponente y, con toda seguridad, la propuesta habría sido repelida con indignación en el Senado.
Lo que faltaba para completar el escándalo es que el comisariado político del partido de Sánchez no se recate en advertir de que espiará a sus propios diputados para detectar a los insumisos, violentando con descaro el carácter secreto de la votación sin que la presidenta de la Cámara se sienta concernida por ello. Claro que ella misma fue partícipe en su día de una ruidosa indisciplina de voto por la que ha sido generosamente recompensada.
Creíamos que había que defender esta democracia de las fuerzas destituyentes, pero resulta que es más urgente defenderla de las que un día fueron constituyentes y ya no se sabe lo que son. Y si esto sigue así, ni siquiera tendremos un Tribunal Constitucional dispuesto a defendernos de los lobos, porque los lobos lo habrán ocupado también. Muera el Estado de derecho.