ABC-LUIS VENTOSO
Casi daba pena verlos transitar por las calles de Madrid
COMO cada mañana, un grupo de seis compañeros estábamos trabajando en una mesa redonda en la redacción de ABC. Al preguntarle a uno de dónde era, resultó que de Huelva, cuando lo teníamos por madrileño. Tras su contestación hicimos una ronda alrededor de la mesa: uno era de Almería, otro de Bilbao, una de Argentina con pasaporte italiano, otro coruñés… Al final resultó que nadie era de Madrid, pero todos nos sentíamos cómodos, contentos, en la ciudad. Al llegar aquí no tuvimos que hacer malabares lingüísticos, porque todos nos entendemos en español. Nadie nos dio la coña con aspavientos identitarios, ni tuvimos que soportar aires de superioridad propios de la cerrazón chovinista. Nos encontramos con una ciudad grande y abierta, donde solo importa tu presente, lo que aportas y cómo eres, no tu pedigrí de pureza local. Nadie te va a preguntar si eres un madrileño fetén, un «gato» de cuatro generaciones. Madrid es un compendio de España y con su fórmula cosmopolita –y su modelo liberal de «todo abierto» e impuestos bajos– va como un tiro: lleva 20 trimestres consecutivos creciendo por encima del 3%, crea una de cada cinco nuevas empresas españolas y capta el 85% de la inversión extranjera (5,3% en Cataluña, tras la gran idea del separatismo «nasty»).
Ayer Madrid disfrutó de un día de primavera adelantada, que animó las calles. Guiris rositas soplándose cañas de medio litro repantigados al sol, turistas japonesas elegantes con gabardina liviana, chavales plastas rodando con el puñetero patinete por la acera, gente de compras, abueletes entreteniendo la sobremesa… Paseando por una de esas calles bonitas entre Alonso Martínez y Chueca, de fachadas de colores pastel, avanzaba una familia de cuatro: un matrimonio sesentón y un hombre y una mujer más jóvenes, en la primera cuarentena. La matriarca era menuda y bajita, de pelo gris corto y gafas de sol negras. A modo de capa llevaba una estelada (léase la bandera política con que la izquierda separatista suplanta la voluntad del conjunto de los catalanes). La mujer joven tocaba sus hombros con una pancarta a favor de los «presos polítics» (léase los mandatarios golpistas que en octubre de 2017 quisieron destrozar nuestro país con sus hechos consumados). Los dos hombres lucían pegatinas de lazos amarillos en el pecho. Los cuatro habían venido a Madrid a provocar, pues no puede llamarse de otro modo viajar hasta la capital de España para expresar tu odio al país. Por eso resultaba espléndida la olímpica indiferencia con que los ignoraban los paseantes. Los madrileños, con su moderna amalgama de acentos, colores, orientaciones sexuales, pintas, clases sociales… no hacían ni caso a aquellos alienígenas, apóstoles de una obsesión rancia y xenófoba. Al verlos alejarse, el sentimiento que te embargaba casi era de compasión. Daba pena verlos paseando su fijación provinciana por el gran mundo. Pero todo pasa. Viviremos el día en que una nueva generación de catalanes rechazará estas orejeras y abrazará el cosmopolitismo que escribió las mejores páginas de Cataluña.