Fernando Savater, EL PAÍS, 22/11/11
Borges supuso que el relato policial pertenece al género fantástico, no al realista, pero proviene de la inteligencia y no de la mera imaginación. No es realista porque acepta que los crímenes sean descubiertos por artes de observación y razonamiento en lugar de por delaciones o confesiones, como pasa efectivamente en el mundo cotidiano. El detective de esas historias es como una especie de milagroso jugador de ajedrez que adivina todos los pasos que han llevado al adversario -el asesino- a realizar su funesto movimiento de piezas y lo contrarresta: jaque mate. Su clarividencia nos deja sorprendidos y algo mosqueados, como el truco de un prestidigitador. Pero también proporciona un placer mental que tiene algo de adictivo.
El mejor protagonista de una hazaña intelectual no es sin embargo el sabueso espectacularmente infalible sino el averiguador modesto y gris, cuya sabiduría nadie sospecha y cuya personalidad es menospreciada, como el cura Brown de Chesterton o el desastrado inmigrante Colombo. No es posible ni deseable apagar el resplandor de Sherlock Holmes, desde luego, pero a veces hasta sus admiradores lo consideran algo irritante y un punto risible. E. C. Bentley, gran amigo de Chesterton (al que este dedicó nada menos que El hombre que fue Jueves) escribió El último caso de Trent para cuestionar el uso puro de la inteligencia en el género inteligente por antonomasia. El propio Chesterton, desde luego, pero también Agatha Christie o Dorothy L. Sayers consideraron esta novela -no conozco traducción al español- como la mejor entre las mejores porque cuestiona racionalmente la pasión de razonar.
Para Borges, esta vocación inteligente del cuento policial favorece una implícita vertiente metafísica, que él desarrolló en La muerte y la brújula. Después de todo, también la filosofía es la investigación de un asesinato que va inexorablemente a cometerse por parte de la víctima emplazada: ¿quién me matará, el tiempo, la naturaleza, Dios… o será finalmente un suicidio? Sin embargo, la evolución del género ha ido difuminando su carácter de charada intelectual para trasladarlo a un campo mucho menos abstracto y poco propicio a lo especulativo: la sociología.
Todo comenzó con la llamada novela negra a la americana, iniciada por Edgar Wallace y que culmina en Dashiell Hammet o Raymond Chandler. A fin de cuentas, no son tanto relatos detectivescos como clásicos de aventuras, en los que las fieras y piratas de antaño han sido sustituidos por gánsters en la jungla del asfalto. Emboscadas, disparos y músculos desplazan paulatinamente el sosiego del mero razonamiento. Lo que intriga no son los mecanismos del delito y la identidad de su autor, sino las condiciones sociales que lo provocan. La vieja incertidumbre se disipa, porque ahora sabemos que mate quien mate, el culpable siempre es idéntico: el capitalismo. El último añadido al género es la tendencia turística: las nuevas novelas criminales pueden carecer de originalidad pero no de paisajes y transcurren en escenarios variadísimos, desde la India a Sudáfrica pasando por Israel y con trasbordo en los países nórdicos. También practican el turismo cronológico y ya conocemos detectives contemporáneos de Nerón, de Pascal y de Darwin. He leído una intriga aclarada por Newton y otra por el mismísimo Dante Alighieri…
Lamento decir que los modales de los criminales y sobre todo su capacidad de intrigarnos ganan poco con tanto ajetreo. Pero lo que perdemos en calidad lo ganamos en cantidad. Agatha Christie logró mantenernos interesados doscientas páginas con el asesinato de Rogelio Ackroyd, pero hoy se necesita por lo menos la ejecución de una familia al completo en cada capítulo para no caer en la sosería. Todos los asesinos son en serie, como si trabajasen en una cadena de montaje. La nueva fórmula tiene ocasionalmente logros muy entretenidos, con Fred Vargas, Patricia Cornwell o Preston & Child. Pero los viejos aficionados seguimos añorando la engañosa serenidad del cottage, la mano furtiva que deja caer el arsénico en la taza de té y el desafío mental de aquellos autores que, como el diablo denunciado por Macbeth, sabían engañarnos diciendo palabras verdaderas…
Fernando Savater, EL PAÍS, 22/11/11