Editorial, LIBERTAD DIGITAL, 31/8/11
Es posible que la reforma constitucional tenga un efecto positivo: dejar en evidencia que PP y PSOE representan a más del 80% de los españoles y que la aquiescencia de los nacionalistas para modificar la Constitución no es ni mucho menos imprescindible.
Por desgracia para las libertades de todos los españoles, nuestra Constitución hace mucho tiempo que dejó de ser respetada por la mayoría de nuestros partidos políticos. Un texto que pretendía colocar límites a la expansión del Estado se convirtió en papel mojado que en nada la frenaba.
Los principales responsables de esta labor de demolición controlada del Estado de Derecho han sido fundamentalmente el PSOE y los partidos nacionalistas. El primero por socavar la separación de poderes, acabar con la independencia de aquellas instituciones encargadas de supervisar el cumplimiento y sometimiento a la Carta Magna, y por ceder a las pretensiones centrífugas de los nacionalistas. Y los segundos, por atacar continuamente la idea de la unidad nacional, base indispensable de todo el edificio constitucional: sin unidad nacional no existe pueblo soberano y sin pueblo soberano no puede haber Constitución.
Pero, pese a su continuad deslealtad hacia España y hacia su Estado de Derechos, los socialistas han tenido que rendirse a Bruselas e incorporar en el articulado de nuestra Carta Magna una limitación constitucional al déficit. Ya hemos tenido ocasión de criticarla por su laxitud a la hora de lograr su presunto objetivo: controlar el desequilibrio presupuestario. Pero también hemos constatado la inconsistencia de las críticas que se le lanzan desde la extrema izquierda.
No menos absurdas son, por su parte, las críticas procedentes desde la bancada nacionalista. Ya de entrada es contradictorio que quienes incumplen sistemáticamente partes muchísimo más relevantes de la Constitución y quienes ni siquiera reconocen su legitimidad pretendan ser parte indispensable a la hora de reformarla. Pero, además, sus ataques al nuevo artículo 135 –referentes a que limitará la discrecionalidad de los gobiernos autonómicos– son improcedentes: primero, porque la Constitución ya dispone, sin necesidad de ningún cambio, de suficientes preceptos como para justificar la intervención de la Administración central en los presupuestos autonómicos; y segundo, porque aun cuando no los contuviera, sería esencial que lo hiciera: un Estado no puede mantenerse solvente si algunas de sus partes tienen barra libre para el despilfarro.
Al final, es posible que la reforma constitucional tenga un efecto positivo: dejar en evidencia que PP y PSOE representan a más del 80% de los españoles y que, por tanto, no es ni mucho menos imprescindible la aquiescencia de los nacionalistas para modificar la Constitución. Esperemos que a éste le sigan otros cambios fundamentales: empezando por la delimitación del Estado de las Autonomías y la devolución al Gobierno central de numerosas competencias.
Editorial, LIBERTAD DIGITAL, 31/8/11