MARTÍN ALONSO ZARZA-EL CORREO
  • La sociedad vasca, en términos generales, no se caracterizó por hacer el vacío a ETA. El terrorismo no agota la explicación. El nacionalismo juega un papel
Los fenómenos sociales de cierto alcance desbordan las explicaciones monocausales y rara vez pueden condensarse en una fórmula de condiciones suficientes. Sin embargo, sí deben cuidar los analistas no dejar fuera las condiciones necesarias. Entre las condiciones necesarias para el despliegue de la violencia figura el componente simbólico de legitimación, su idealización para convertirla en práctica noble.

Coincide la publicación de ‘La lucha hablada. Conversaciones con ETA’ con el cuarto aniversario del 17-A (17 muertos; 21 en el atentado de Hipercor). Uno de los protagonistas razona así: «El típico discurso que hacen es que en ETA nos gustaba matar. Los que dicen que a la gente le gusta matar demuestran que no saben qué es eso. (…) Lo nuestro fue otra cosa. La sociedad en Euskal Herria sabe que (…) hicimos lo que hicimos (…])por una sociedad mejor». ‘Lo nuestro’, pues, no fue terrorismo. La declaración da para mucho. Primera observación: ¿Cómo se puede esperar una rehabilitación, un reconocimiento cabal del daño desde esa perspectiva? Segunda, para el contraste: ¿Cómo se compagina esa fobia a matar con la celebración con champán o no de los asesinatos, la quema de libros o los homenajes a los asesinos? En el documento interno de 18 folios de 2018, ETA afirma que sus motivaciones fueron «el amor y la lealtad a Euskal Herria».

La apreciación apologética desborda ese espacio ideológico. El asesinato es una cesura moral, pero opera en un ‘continuum’ social que se refleja, por ejemplo, en la evitación del término terrorismo por el etnopacifismo y sus metamorfosis. Miren Arzalluz defiende la posición de su padre sobre ETA apuntalando el ‘continuum’: «No era defensa, era contextualización»; ETA era pues un elemento no disonante del contexto. La sociedad vasca, en términos generales, no se caracterizó por hacer el vacío a ETA; otros lo sufrieron más. Por eso, volviendo al principio, el terrorismo no agota la explicación. El nacionalismo también juega un papel. Los costes de movilización se reducen cuando los conflictos se formulan en marcos étnicos.

Los asesinados lo eran por ser enemigos, no del pueblo (demos), sino del pueblo vasco (etnos). Este elemento étnico explica un aspecto singular: las prácticas de antimovilización, el empeño de silenciar a la oposición a ETA (Foro de Ermua, ¡Basta Ya! y cualquier figura destacada a título personal), en considerar apestados a los escoltados. Citaré unos ejemplos: el Gobierno vasco llegó a pedir a Gesto por la Paz que cambiara su ubicación para evitar incidentes y a igualar el derecho de manifestación de los pacifistas con el de los abertzales que trataban de boicotearlo; la contramanifestación nacionalista tras los asesinatos de Fernando Buesa y Jorge Díez; o la intervención de la Policía autonómica para disolver una concentración pacifista en protesta por el atentado contra José Ramón Recalde en la que fue detenida su hija.

Tampoco la componente identitaria completa la explicación. En ‘La violencia como fuerza generativa’, Max Bergholz crítica la reificación que comportan los enfoques macro (etnoidentitarios) y recomienda fijarse en las dinámicas de la microviolencia que dan cuenta de procesos sutiles de interacción más determinantes en los que el eje es la violencia, no la identidad. La perspectiva micro, ausente en la lente de tantos informes de encargo, es la asignatura pendiente de la memoria reciente. Las sutiles formas de la espiral del silencio, la lógica del miedo, la neutralización de la voz de los considerados otros o no-nosotros, son campos por explorar; como el de sus beneficiarios. El enfoque micro pone en tela de juicio la perspectiva de los perpetradores que patrimonializan la representatividad étnica e ilumina diferentes formas de oportunismo competitivo. Un ejemplo: el 16 de junio de 1994, ETB fue escenario de un debate electoral entre Gregorio Ordóñez (PP), Fernando Buesa (PSE) y Joseba Egibar (PNV). Hoy ni Egibar, ni Otegi tienen que preocuparse por esos competidores.

El enfoque étnico tiene la función de difuminar la responsabilidad, de negar el papel de los perpetradores e invisibilizar a las víctimas; desdibujados ambos en el magma narrativo del conflicto. Los beneficiarios directos e indirectos de la violencia tienen tanto interés en arrancar esa página de la memoria que la existencia del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo les resulta insoportable. Por eso, alguien significado pide su destrucción bajo un título chocante: «El emblemático papel de las víctimas». De forma más sutil, ciertas iniciativas de organizaciones que abusan del tótem léxico de la paz son más bien sucedáneos de negacionismo. Decía el corresponsal de ‘Libération’ sobre el rito de despedida de ETA: «un mea culpa demasiado teatral para ser honesto». Ni terrorismo (Hipercor), ni nacionalismo (Lizarra), ni microviolencia (Lagun). «Lo nuestro fue otra cosa»; exquisito gudarismo. La misma plantilla retórica de los predicadores de la Cruzada el siglo pasado.