Ignacio Camacho-ABC
- La cordura política no volverá hasta que el partidismo deje de ser un sentimiento de pertenencia a una tribu
Se dolía el viernes Felipe González en Sevilla de que ‘los míos’ digan que trabaja para el PP, por más que según añadió en un guiño sarcástico está más a menudo de acuerdo con Sánchez que éste consigo mismo. Había en su queja un poco o un mucho de voluntarismo al seguir tratando como compañeros de partido a quienes pese a deberle tanto han dejado de considerarlo parte de su tribu y hasta empiezan, en efecto, a ver en él un adversario político, cuando no directamente un enemigo. La polarización no respeta currículos a la hora de levantar muros de sectarismo; una vez dividida la sociedad en bandos no queda sitio para el pensamiento crítico y cualquier disenso, por mínimo que sea, está prohibido. La dialéctica de dentro/fuera exige filas prietas, unanimidad hermética, acatamiento estricto.
La transformación de la política en un fenómeno emocional, por no decir irracional, la aproxima a la atmósfera efusiva del fútbol, una pasión primaria que reclama adhesión incondicional a unos colores y a un escudo, símbolos inmutables, sagrados, de la identidad de grupo que cada individuo escoge como suyo. En torno a esa noción subjetiva de pertenencia surge la división radical entre ‘nosotros’ y ‘ellos’, entre el ámbito autopercibido como propio o como ajeno. Y una vez definido el objeto de adhesión no importan los jugadores, ni el entrenador, ni el líder o el candidato que encarnan a ‘los nuestros’, porque el hecho de vestir una camiseta o presentarse bajo unas siglas los convierte en emblemas de un sentimiento.
El sanchismo se ha hecho fuerte en esa lógica de cohesión interna ante la que incluso una figura como la de Felipe levanta sospechas por empeñarse en señalar la diferencia entre la sumisión al liderazgo y la lealtad a los principios y las ideas. Ni siquiera la legitimidad histórica del dirigente socialista más decisivo de la época moderna le sirve para descolgarse la etiqueta de submarino de la derecha. El maniqueísmo populista lo ha arrojado a las tinieblas y lo ha declarado culpable de colaboracionismo y de tibieza para bajar a las trincheras donde el sedicente progresismo disputa una guerra cuya intensidad no admite disidencias. Su problema no es que los suyos no lo quieran, sino que su causa ya no le representa. O él a ella.
Será difícil volver a un estado de cosas en el que no haga falta alinearse ni la participación en la vida pública requiera una moral de combate. Ésa es hoy una aspiración melancólica, propia del tiempo en que existía una vocación responsable capaz de generar espacios de acuerdo transversales. Ahora sólo rigen los alistamientos militantes, las convocatorias banderizas, los radicalismos montaraces, la confrontación cívica entendida como un cerril intercambio de mutuas hostilidades. Nos mereceremos lo que nos pase por no entender que lo importante no consiste en ser de los nuestros sino en no ser de nadie.